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Las prioridades ausentes de la agenda política

Guzmán Fernández
El presidente Alberto Fernández, junto al ministro Martín Guzmán Crédito: Presidencia
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Como ocurre cada año con inflación de dos dígitos -nada menos que 15 consecutivos en lo que va del siglo XXI, sin ir más lejos-, el debate en la Argentina se concentra sólo en el corto plazo y pierde perspectiva. El cierre de 2020 (36,1% anual) no fue la excepción pese a que, en plena pandemia, haya registrado la segunda inflación más alta de Latinoamérica detrás de Venezuela. Ni que se mantenga dentro del indeseable top ten del ranking (8° puesto) en un mundo con inflaciones muy bajas o incluso negativas.

Tampoco es una excepción que este problema endémico siga ausente de las prioridades de la agenda política. De poco vale que el oficialismo busque resaltar que cayó 17 puntos respecto del año previo (53,8%), pero deje de lado haber acentuado el componente de inflación reprimida (congelamiento de tarifas y combustibles) incluido por el macrismo antes de las PASO en su fallido intento de torcer el rumbo de la derrota electoral. En 2020 el Gobierno agregó precios máximos, controles cambiarios y una fuerte expansión monetaria y crediticia para cubrir la asistencia estatal a los sectores más golpeados por la extensa cuarentena, con lo cual deja para este año electoral mayores distorsiones de precios relativos que se asemejan a un resorte apretado. De manera que el oficialismo ni buena parte de la oposición pueden arrojar la primera piedra.

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Aunque la pandemia fue -y sigue siendo- un acontecimiento disruptivo sobre la salud y la economía, en el caso argentino dejó al desnudo las consecuencias de los persistentes desequilibrios macroeconómicos (fiscal y monetario), que se traducen en la imposibilidad de acceder a financiamiento externo (de poco sirvió la reestructuración de la deuda), la desvalorización del peso y el refugio en el dólar para cubrirse. Una prueba es la existencia de casi 250.000 millones de dólares declarados fuera del circuito productivo.

En materia de expectativas, unos 20 puntos separan la inflación prevista por el ministro Martín Guzmán en el presupuesto para este año (29%) de la estimada por analistas privados en el relevamiento mensual del Banco Central (49,8%). Además, una inflación de esta magnitud hace que cada eslabón de las cadenas de valor busque cubrirse con mayores precios y se amplíe la brecha entre productores y consumidores, aun cuando estos últimos finalmente no los convaliden debido a la caída de ingresos reales. En todos ellos participa el Estado con su carga impositiva. Y, al igual que en la era K, la inflación también es utilizada para subir la presión tributaria al no actualizar los mínimos no imponibles, como ocurre con Bienes Personales.

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El presidente Alberto Fernández, junto al ministro Martín Guzmán Crédito: Presidencia

Si bien Guzmán plantea como objetivo bajar la inflación a razón de 5 puntos porcentuales por año, esta proyección para llegar a un dígito hacia 2025/26 está lejos de apoyarse sobre bases firmes.

Por un lado, el fantasma de nuevas restricciones a la actividad (y de mayor gasto público para compensar su impacto) vuelve a aparecer sobre la segunda ola de contagios del coronavirus y las falencias de un plan de vacunación con objetivos y plazos varias veces anunciados e incumplidos.

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Por otro, supone que oficialismo y oposición convaliden en el Congreso un sendero plurianual de reducción del déficit fiscal y emisión monetaria que facilite el acuerdo con el FMI y genere condiciones de previsibilidad para alinear precios relativos sin atrasar el tipo de cambio. Pero esta intención, que implica definir una política de Estado a mediano y largo plazo como la que aplicaron varios países para bajar la inflación de manera sustentable, parece difícil -si no imposible- con el actual clima de confrontación política preelectoral.

A esto suman las marchas y contramarchas del Gobierno (con tarifas, prepagas, prohibición de exportaciones de maíz) y declaraciones no menos insólitas como la “maldición de exportar alimentos” de la diputada cristinista Fernanda Vallejos, justo cuando mejoran los precios internacionales. En realidad, esto revela el fracaso de la dirigencia política en generar condiciones de estabilidad económica a lo largo de décadas. Las retenciones fueron el instrumento para “desacoplar” los precios internos de los internacionales. Pero en la era K no sólo derivaron en una quita de recursos para financiar el aumento del gasto público, sino que desalentaron la producción exportable y provocaron la pérdida de mercados externos a manos de otros países que no las aplican.

La crónica inflación de dos dígitos anuales como causa de volatilidad económica también conspira contra otras prioridades ausentes de la agenda política, como la necesidad de impulsar la inversión, la creación de empleos formales en el sector privado y exportaciones con mayor valor agregado.

El economista Bernardo Kosacoff estima que la Argentina debe crear más de 9 millones de empleos de calidad, ante la existencia de 4,5 millones de asalariados informales; 2,5 millones de trabajadores independientes no registrados y 2,25 millones de desocupados. Aquel número más que duplica el de 4 millones en el sector público, el único donde el empleo creció en los últimos 15 años (con 1 millón más de personas).

En la misma línea, Roberto Lavagna lanzó después de Navidad un documento bajo el título “Llegó la hora. No más excusas”, donde critica por igual a las políticas populistas y de ajuste, al considerarlas inútiles para reducir la pobreza y la indigencia. La propuesta del exministro y candidato presidencial, que pasó casi inadvertida en medio del revuelo político de fin de año (ofensiva sobre la Corte Suprema, ley del aborto, movilidad jubilatoria), incluye ubicar la creación del trabajo privado como objetivo central, protegiendo derechos adquiridos pero incorporando formas modernas de empleo a la mayoría que hoy está excluida; darles a la inversión y a la productividad un papel central en la solución al estancamiento y empobrecimiento, y equidad al sistema jubilatorio, con ajustes diferentes para reducir las abismales diferencias entre la mínima y los sistemas de privilegio. También propone bajar los costos de la política, con reducción del número de miembros de las dos cámaras del Congreso, legislaturas unicamerales y concejos deliberantes más chicos y límites estrictos al número de asesores; evitar que el empleo público siga creciendo allí donde no debe; penalizar el intervencionismo inútil y burocrático, para darles más poder a los ciudadanos y menos a las estructuras gerenciales, sindicales y a las alianzas espurias entre el Estado y pseudo empresarios, así como desarmar progresivamente el sistema de subsidios que privilegia la concentración en la Capital y el Gran Buenos Aires, porque vacía el interior y resulta imperioso refederalizar la Nación.

Por su lado, otro exministro, Juan José Llach, presentó en la Asociación Argentina de Economía Política un trabajo titulado “Productividad inclusiva”, donde sostiene que sin productividad la inclusión no puede financiarse y, sin inclusión, la productividad no puede sostenerse ni social, ni política ni éticamente. De ahí que proponga aumentar en cantidad y calidad la inversión en capital humano (con ejes en educación, salud y vivienda y hábitat) y en capital físico para crear empleos formales y reducir así la pobreza y la desigualdad.

Pocas de estas prioridades aparecen en los spots oficiales con el eslogan “Reconstrucción Argentina”. En el mejor de los casos, las inversiones caso por caso que busca promover el Gobierno en sectores que pueden generar o ahorrar divisas (agroindustria, economía del conocimiento, industria automotriz, motos, gas, minería), incluyen amortización acelerada de proyectos, reducción de costos portuarios, dólar diferencial (reintegros), precios sostén o seguros de cambio. Una implícita admisión de la alta presión tributaria y el bajo estímulo del tipo de cambio frente al aumento de costos.

Por: Néstor O. Scibona

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