La primera vez que nos cruzamos con Tomás fue en una parrilla. Era hora de la cena y este hombre, demasiado amable, no daba con el perfil del, a veces, tucumano intolerante, mal gestado, poco simpático y nada amigo de los desconocidos. Trabaje donde trabaje, y cómo trabaje.
El servicio de Tomás fue impecable, siempre atento, casi pegajoso y con un gustito aportado por una tonada que te hacía sentir en otro lugar, en otro país. Tomás Farías vive en Tucumán hace tres meses, en los próximos días recibirá su DNI como residente extranjero y confiesa que esta provincia es lo más parecido a la Mérida de su Venezuela natal, y desde donde huyó hace tres años con su esposa y sus dos hijos.
A Tomás, como a miles de venezolanos, lo llaman traidor a la patria. Tomás es hoy mozo en un restorán, pero fue lavacopas, lavador de choches. Hizo de todo para garantizar la salud, el techo y que sus hijos y Mildré, su señora, no pasen hambre.
Tomás le cuenta a LA GACETA que lo único que le importa a un inmigrante, después de que te echan de tu país, es garantizar lo básico de la supervivencia: “salud y el estudio públicos”.
Tomás es médico radiólogo, tiene 40 años y jamás se le cayeron las medias por vender sus dos autos, los electrodomésticos caros; por vender todas sus pertenencias materiales -menos su casa- para reunir U$S 1.300 y tomarse un avión rumbo a Lima, Perú, la primera parada en lo que fue un viaje al exilio de un profesional con 12 años de trayectoria en la mejor clínica privada del estado de Barinas, vecina a Mérida y cuna de Hugo Chávez. “Allí nació el loco que nos llevó a esto a los venezolanos. El mal gobierno es de (Nicolás) Maduro, pero el mal modelo político es de Chávez”, reclama Tomás. “Me fui de mi país por mis hijos, para darles un futuro”.
Mildré también es profesional. Es licenciada en enfermería, instrumentista quirúrgica. Trabajaba en la emergencia de la clínica donde Tomás era un doctor importante, con horas y horas de quirófano, como recuerda él. A Mildré le costó muchísimo asimilar lo que fue dejar todo. “Bueno, es madre”, la defiende Tomás. De tenerlo todo, la vida perfecta, a huir casi con lo puesto.
Dice que fueron a parar a Perú porque en Barinas la familia tenía una amiga peruana que les ofreció asilo en casa de su madre. Aterrizaron en la capital, tomaron un taxi y llegaron hasta el barrio San Martín. Al día de la fecha, el resto de los Farías viven en la misma zona en Lima. La madre de su amiga los alojó una noche, después fue correr la cancha, buscar departamento. Y sin nada de resto en el bolsillo. “Los únicos ahorros que tenía eran por si alguno de los niños se enfermaba”.
La valoración por el trabajo digno que te da un venezolano habla de lo difícil que debe haber sido su situación allá. “Nuestra vida era perfecta. Habíamos programado todo, desde cuándo comprar la casa, los carros (autos) y concebir a nuestros niños, Isaac (10) y Juan Pablo (8)… Simón (1) no fue planificado, sí bienvenido, ja”, se ríe Tomás y exprime sus manos en un acto que te empuja a creer que se trata de un autoflagelo: apretándose las manos cambia el dolor del corazón por el físico. “La familia es todo, la extraño mucho. Pero esto es para ellos”.
***
José Torrealba es primo de Tomás, tiene 31 años, un título de ingeniero en sistemas y pasa sus noches en el Jardín de La República lavando copas en la cocina de un restorán. José es el único profesional de la familia Torrealba pero el tercero de siete hermanos que decidió irse de su país. “Nos echan”.
“Desde la universidad ya lo sabía. No daba para más la vida en mi país. El sueldo mínimo en Venezuela es hoy 40.000 bolívares soberanos, una moneda que hace dos años no existía porque estaba el bolívar fuerte. Unos 40.000 bolívares soberanos equivalen a U$S 2 dólares. Con eso había que vivir en una nación con 1.500.000% de inflación anual y que si vas al supermercado el precio que viste al tomar un producto no sea el mismo cuando vayas a pagar. Y si podés hacerlo, es probable que al salir del supermercado te roben tu bolsa y te maten. Todo por hambre”, se lamenta quien en su primera incursión eligió Colombia. “Bogotá”.
“Llegué al terminal (aeropuerto) y le pedí a un taxista que me lleve a una localidad económica y accesible para mí bolsillo. Me llevó a La Candelaria. Tuve la suerte de ubicar una habitación en casa de una muchacha muy buena. Todavía sigo en contacto con ella. Ese mismo día había gastado la mitad de mi presupuesto. Micheli fue mi primer ángel, ella me consiguió empleo también”.
José lloró casi todos los días de su primer año fuera de Barinas. “Un noche me arrodillé en medio de la habitación y le pedí a Dios que me de fuerzas para seguir”, jamás pensó en quitarse la vida, José. Lo que él necesitaba era reciclarse y dejar de vivir estando su alma en Barinas. “Casi todos los días hablo con mi familia, por video llamada de WhatsApp o mensaje de voz”, esboza una sonrisa Torrealba, cuyo triunfo fue haberse ido de Venezuela con el título original.
Tomás, en cambio, tienen una copia autenticada con validez internacional. “Hubo una época en que a los ‘traidores a la patria’ no les permitían irse con el título. Como hubo problemas diplomáticos, decidieron que sí, pero para dártelo exigían papel moneda, algo casi imposible. Un fondo negro, es decir una fotocopia autenticada, fue la otra opción”, comentan.
***
Tucumán entró en los planes de Farías y Torrealba de casualidad. Un amigo suyo, contador público, vive en Buenos Aires. Trabaja para una casa de delivery. “Nos contó del país, que estaba atravesando una crisis, pero que acá la salud y la educación son gratuitas. Eso lo es todo para nosotros”, cuenta Tomás, que en un principio tenía marcado en el mapa irse a Chile. “Muchos fueron, hasta que empezaron a exigir una visa de ingreso a los venezolanos. Planeamos un año el viaje. Incluso mi mujer y los niños lo intentaron, pero debió regresar a Lima”.
La primera impresión de Tucumán para Tomás, además de verse muy parecida a Mérida, fue la del lugar perfecto para soltar anclas.
Mildré le dio el ok y con José, emprendieron viaje. De Lima a Desaguadero, de Desaguadero a La Paz, de la Paz a Villazón y de Villazón, a pie, hacia La Quica. En la frontera le preguntaron hacia dónde iban. “Pasamos la dirección de Buenos Aires”, estaban haciendo trampa. “Bueno, sí, un poco. Pasa que nuestro amigo nos dijo que él se quería venir para Tucumán, entonces nosotros les dijimos que íbamos nosotros”.
La buena suerte los acompañó. Uno de los empleados de Migraciones prestó su celular para que hablaran con su amigo, el correspondió la llamada y tuvieron acceso al país.
***
Al primer diciembre fuera de casa, Farías jamás podrá olvidarlo. A Lima llegaron en septiembre, cosa que tampoco habían tenido mucho tiempo y recursos como para comprar apenas “la nevera (heladera), la cocina y los colchones. No había camas, no había mesa, sillas…”.
En una familia que hasta meses atrás vivía en la bonanza plena, ni un árbol de Navidad había para camuflar el vacío infinito de un ambiente con un eco amplificado al volumen de tortura. Real, hablando del tema, esa fue la primera vez en la extensa charla que Tomás no aguantó y se quebró.
“A mi esposa le gusta mucho hacer manualidades, así que con papel de diario hizo un árbol de navidad. Y bueno (llanto), con los niños, bueno, hablamos. Ellos entienden, no importa la edad que tengan”, el “hablar” se trató de una confesión: la Navidad, como los niños creían, no existe.
Se nota que José y Tomás son inseparables. Se nota que el dinero de uno es el dinero de otro. “Mis hijos tienen una cantidad invaluable de primos y tíos que fuimos conociendo desde que nos fuimos. Le debemos mucho a mucha gente. En Lima, vos tiras una piedra al aire y le cae en la cabeza a un venezolano, je”, ríe Tomás.
***
Rendirse. Eso es lo que hace la mayoría que intenta buscar trabajo de lo que estudió. “Un año y medio lo intenté en Bogotá. Las trabas son muchísimas, siendo extranjero. Por suerte, acá vamos a poder intentarlo”, festeja José. Con el DNI en mano, la ciudadanía en proceso, Torrealba y Farías pueden competirle a cualquiera.
“Lo bueno es que Tomás ya empezó…”.
Tomás tachó para siempre la vida en Lima luego de que casi “matan” a su esposa en un sanatorio que le quiso cobrar por la internación de 6.000 soles, algo así como U$S 1.500. Sufrió un embarazo ectópico, hemorragias y se salvó de casualidad.
La ginecóloga que la había asistido en el parto de Simón apareció en el momento justo. Así como un radiólogo que no conocía a Tomás pero que confió en él. Puso la firma para que durante 10 meses le descontaran del sueldo 350 soles. “Me dijeron, ‘hasta que no cancele la deuda, no sale el paciente’. Le agradeceré eternamente a ese colega”, le dice a la distancia Tomás, que pagó religiosamente la deuda. Mes a mes.
***
En Tucumán las puertas del cielo se abrieron rapidísimo, en lo que se refiere a conseguir trabajo y un lugar dónde dormir. Pero pasó que llegar a una ciudad y empezar de nuevo y sin la familia fue durísimo para Tomás. José fue el hombre donde Tomás lloró, y Tomás fue el temple que José necesitó cuando se quedó sin trabajo en un bar cercano a la Casa Histórica, donde la independencia argentina comenzó a construirse y donde Farías y Torrealba encontraron el pasaje a la felicidad.
Entonces surgió la chance de entrar en un nuevo emprendimiento. Los dueños, divinos, no solo ofrecieron trabajo sino también el techo. Y gratis.
Córdoba pudo ser el siguiente destino. Allí esperaba a Tomás un colega que conoció en un congreso en Venezuela. Le dijo que podía operar con él, pero que no había nada fijo. Era la posibilidad de empezar de lo suyo de nuevo.
Lo desechó, a días de subirse al bus, porque Verónica y Diego, los mismos que les ofrecieron trabajo y techo, le consiguieron una entrevista en una clínica local.
Y así, en lo que al principio fue “la ciudad de estudio”, Tomás y José afirman que hasta acá llegaron, que Tucumán es su lugar en el mundo. Mildré y los chicos vendrán en diciembre.
Se terminó eso de llorar a escondidas en el baño.
Es hora de volver a vivir de nuevo. Como si estuvieran en su casa.