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Los acampes configuran una postal de la precariedad y la política del fracaso

Cada semana que pasa la Argentina nos ofrece postales del deterioro social y económico en el que naufraga durante los últimos dos años.

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Descacharreo

Cada semana que pasa la Argentina nos ofrece postales del deterioro social y económico en el que naufraga durante los últimos dos años. El más reciente de todos, con reminiscencias llamativas a lo que fueron los inicios turbulentos de este siglo en la Argentina, es el acampe que realizaron recientemente las organizaciones sociales en las inmediaciones del Ministerio de Desarrollo Social en la avenida 9 de Julio.

Una postal que ilustra con crudeza y precisión la delicada situación de precariedad en la que se encuentra el país. Esa precariedad es múltiple y de diversas índoles. La primera y la más obvia es la precariedad económica, porque son cada vez más las personas que no pueden satisfacer sus necesidades elementales. Luego está la precariedad social, porque esta exclusión tensa la coexistencia entre ciudadanos produciendo enfrentamientos y conflictos a lo largo de la comunidad.

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Tal y como se ha visto con claridad en estos últimos días. Después de todo, no hay mayor perjudicado por los cortes de calles que el conciudadano que necesita ir a trabajar. Hay una precariedad institucional también, que se exhibe en el desdibujamiento de las competencias y los roles del Estado tal y como están concebidos por el sistema republicano que nuestra Constitución enarbola.

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Y, finalmente, está la precariedad cultural, dado que se desvanece cada vez más ese pilar fundamental de nuestras sociedades que es la cultura del trabajo, basada en el deseo individual de servir a otros con el talento y el esfuerzo propios, y del reconocimiento de la comunidad a ese servicio por la mediación del dinero. El dinero se convierte así en un elemento espurio que retiene a miles de personas en una simbiosis perversa con el Estado.

Muchas de esas personas, desafortunadas, son quienes marchan a los organismos del Estado a pedir un dinero que no refleja ningún valor real, que se vuelve una ficción de poder adquisitivo. Este año se cumplen veinte de esta dinámica que conjuga, de manera cada vez más viciada, planes sociales, conflicto en las calles y un crecimiento monstruoso de la estructura del Estado que desvirtúa el sentido de sus funciones: velar por el orden de la vida común entre ciudadanos libres y autónomos.

Todos esos elementos se mezclan y se pierden en el barro de la desidia actual, cuyo principal causante no es otro que la política del fracaso: políticos que implementan medidas destinadas a fallar y que alimentan así una ciudadanía que se identifica más y más con sus propias fallas. Se van configurando así nuevos conceptos culturales, en reemplazo del de la cultura del esfuerzo: la cultura del fracaso, el país de los fracasados y el Estado que fracasa en “rescatarlos”.

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