Por Joaquín Sánchez Mariño | Infobae
La siguiente crónica es uno de los capítulos del libro “En Venezuela. Postales de un país al borde del colapso”, que cuenta cómo es la vida en el país de Nicolás Maduro, y se presenta hoy en la librería Borges:
En febrero y marzo de este año estuve en Venezuela, en Caracas y en el estado fronterizo de Táchira. Viajé para conocer cómo es la vida allá, y para tratar de entender cuán ciertas son muchas de las cosas que se dicen sobre el país que gobierna Nicolás Maduro. Además, cubrí los eventos que sucedieron en la frontera con Colombia el 23 de febrero, día en que intentó sin éxito entrar la ayuda humanitaria. “En Venezuela” es el resultado de ese viaje e intenta ser un retrato humano del día a día. Se presenta hoy jueves 12 de septiembre a las 19 horas en la librería Borges (Borges 1975). Y este es uno de los capítulos que se convirtió en una radiografía de una realidad que duele y que expulsa a cientos de miles de venezolanos de su tierra natal.
Los ketchup
—Ése es un Abastos del Bicentenario —me dice Maty.
—Era una cadena que se llamaba Éxito, pero el gobierno de Chávez la expropió para hacer una línea propia de supermercados estatales —agrega Reynaldo.
La idea era sencilla. Cuando me la contaron me pareció de lo más lógica. Una de las batallas más difíciles de ganar para Hugo Chávez fue la de los precios y la inflación. Las grandes cadenas de supermercados juegan un papel central al fijar los precios. Chávez pensó: si yo manejo una de esas cadenas, puedo poner los precios bajos y así la competencia va a tener que bajar los precios o nadie va a ir a comprar ahí.
Y funcionó: durante unos meses los venezolanos iban a los mercados del Bicentenario y hacían las compras ahí, pero la corporación de los alimentos o el empresariado local no lo permitió. Al poco tiempo le era difícil mantenerse provisto de productos. La idea caía en un campo de batalla con demasiado frentes. Pero ni Chávez ni Nicolás Maduro se resignaron y mantuvieron los mercados funcionando.
Ahora estamos en Terrazas del Ávila, una zona residencial de Caracas que supo ser privilegiada, y Maty me lo señala con humor. La playa de estacionamiento es gigante y está vacía. Le pregunto a Reynaldo si está abierto.
—Claro que está abierto, se las ingeniaron para seguir funcionando —dice.
Le pido entrar. Se ríe. Como quieras, responde. Entramos. Me dice que baje solo con Maty, su hija, que no puede apagar el auto porque no sé qué problema tiene con la batería. Estaciona cerca de la entrada y sin saberlo estoy a punto de ver una de las imágenes más fuertes de mi estancia en Venezuela.
Al principio es lo que cualquier hipermercado: un galpón enorme desangelado, luces blancas, pisos fríos y resbaladizos, larga línea de cajas. Serán las tres de la tarde, no hay casi clientes dando vueltas: contaré, en todo el recorrido, ocho personas. Imagino entrar a un Jumbo en Buenos Aires y que haya solo ocho personas comprando. Sólo podría suceder en alguna extraña publicidad o en una película post—apocalíptica.
Entramos a recorrer las góndolas. Lo primero que veo es un estante de una esquina con detergente. Es silencioso, no hay música funcional y apenas veo repositores. La miro a Maty, le digo que parece uno de esos mercados que se cruzan cada tanto los personajes en The Walking Dead, una serie que muestra el mundo luego de una avanzada zombie. Se ríe. Es que ya nadie viene para acá a comprar, dice. Y entonces, la maravilla.
Después del codo de detergentes veo la primera línea de góndolas. Sólo ketchup Heinz, uno al lado del otro, a más o menos cinco centímetros de distancia, todos en una línea de frente. Es decir, no se acumulan ocupando todo el espacio de la góndola, sino que ocupan el espacio a lo ancho. Así los cinco pisos de la góndola.
—Cuánto ketchup —digo.
Maty no responde, hace una mueca apenas. Avanzamos por el pasillo y giramos en la esquina para ver el próximo. Encuentro exactamente lo mismo: ambos lados de la góndola, los cinco pisos, sólo con ketchup Heinz.
—Increíble —digo.
Maty no responde, hace una mueca apenas. Avanzamos otro pasillo, lo mismo. Otro más, lo mismo. Vamos un pasillo más allá, hacia el fondo, lo mismo. Todo el frente del supermercado, más de diez góndolas, están ocupadas únicamente por Ketchup marca Heinz. Me fijo el precio: seis mil bolívares, dos dólares.
—¿Comen mucho ketchup los venezolanos? —digo.
Maty no responde, hace una mueca apenas. No sabe cómo explicarlo. Cuando se empezaron a enfrentar con los primeros problemas de desabastecimiento, el gobierno de Maduro lanzó una ley que no le permitía a los supermercados dejar góndolas vacías. Quien lo hiciera sería multado o clausurado. Así, los supermercadistas empezaron a ingeniárselas para cubrir todo su espacio. Algunas semanas es fácil porque hay productos, otras semanas se les complica más. Siguiendo esa lógica, un establecimiento del Estado no podía no dar el ejemplo. Por eso los Heinz.
No es lo único llamativo del lugar. De su superficie total, sólo un cuarto está habilitado. Como no tenían qué poner, tapiaron gran parte del lugar para dar la impresión de que es más chico de lo que es. Si no estuviera así reducido el espacio, parecería un hangar vacío de aeropuerto.
En ese cuarto de espacio veo más de diez góndolas de Heinz, una larga línea de Coca Cola, algo de detergente y de jabón líquido para lavar la ropa. Hay además un sector de productos de higiene con algo de shampoo y jabones. Cerca de las heladeras hay un cartel que dice “Carnicería”. Está cerrada, sólo se ve una heladera vacía.
Hay al menos cuatro heladeras de carnes y lácteos sin nada. En una de esas heladeras hay apenas algunas bandejas con retazos de cortes de carne y pollos, todos tirados en la única heladera en funcionamiento. Habrá diez pollos y otras diez porciones de carne.
Lo filmo todo por la fascinación, por lo increíble, por la sensación —la primera vez en mi viaje— de sentir que estoy en la Venezuela de Maduro, que hay una Venezuela de Maduro que, por imágenes como ésta, quedará en la historia.
Mientras grabo veo de lejos que se me acerca una empleada. Ya imagino por dónde viene la cosa, así que guardo el teléfono en el bolsillo de atrás y me hago el zonzo, cosa que por otro lado me sale a la perfección. La empleada se me acerca y me dice que no puedo grabar, que es un lugar del Estado. Le sonrío, le digo que no sabía, que me había causado gracia algo y estaba grabando algo para mis amigos. Le pido disculpas. Lo entiende, es amable. ¿Podrías borrar el material por favor?, me dice. Maty le dice que no, que por qué, se enoja y le discute. Le hago un gesto con la cara para que no pelee.
La empleada me dice que no está permitido filmar y que entiende que sea por diversión pero no se puede y que tengo que borrar el material o si no tiene que llamar a seguridad. Le digo que la entiendo, que no se preocupe, y mientras empiezo a dirigirme a la salida saco mi segundo celular (llevo dos a propósito, para escapar a situaciones como ésta), y hago unas maniobras sin que pueda ver la pantalla. Le digo que ya está, que lo borré, que estamos en paz. Camino hacia afuera. La empleada me pide que espere, le hace una seña a una compañera y llaman a seguridad. Maty sigue discutiendo. Ya está, le digo, no te enojes. No, no, dice. No pueden pedirte que borres, quién se creen que son, dice, porque no sabe mi truco de los dos celulares. Ya está, le digo, vamos.
Veo desde el fondo que sale un agente de seguridad y habla con otra empleada. Me detengo, miro a la que me pidió que borre todo y le digo: no te preocupes, ya está. Le muestro el celular —el segundo— y entro a la galería de fotos. Solo estoy yo haciendo selfies bobas. ¿Ves?, le digo, no quedó material de acá. La empleada se tranquiliza. Agarro a Maty de la mano y le digo vamos.
Cruzamos la línea de cajas y encaramos para la salida. Desde atrás escucho los llamados del agente de seguridad, pero no me detengo. Salimos, le digo a Maty que me haga caso, que no frene. Vamos rápido para el auto donde nos espera Reynaldo. Subimos. El agente de seguridad no nos persiguió hasta ahí, se ve que su compañera se quedó tranquila.
Le digo a Reynaldo que arranque. Lo entiende de inmediato y salimos de Terrazas del Ávila, con Maty todavía indignada con que haya tenido que borrar el material. Tranquila, le digo, y le muestro los dos teléfonos.
Le cuento lo que vimos a Reynaldo y me dice “tuviste suerte”. Seguimos camino hacia su casa. Mientras el auto avanza, vuelvo a mirar los videos. Reynaldo espía.
—Guarda bien ese material —dice—. El gobierno no quiere que se vean esas imágenes.
¿Puede que sea así? Técnicamente, no me hizo falta más que bajar con una amiga, filmar un rato e irme. Aunque desolado, el Abastos del Bicentenario no es un laboratorio secreto en una ciudad prohibida de la Unión Soviética, es un supermercado abierto. ¿Cuán posible es esconder esa postal? Sin embargo, Reynaldo insiste.
Desde que estoy en Venezuela sigo en redes sociales a decenas de periodistas locales y extranjeros que hablan del tema. La principal red es Twitter, que ocupa muchos menos datos que Instagram o Facebook, y no necesita de tan buen internet para funcionar. Ahí vi muchos videos de supermercados, todos de distinto calibre.
Mientras viajo por Venezuela hay otro argentino haciéndolo. La diferencia entre lo que ve él y lo que veo yo es sustancial, como si contáramos involuntariamente el exacto reverso de lo que ve el otro: una especie de duelo secreto, que ninguno de los dos asumirá. ¿En qué ciudad estaba él y en cuál yo?
Me sentía en uno de los relatos de Las Ciudades Invisibles, de Calvino: mientras uno veía los espacios vacíos, el otro encontraba los productos, sentimientos y personas que debieran ocupar esos espacios vacíos.
Mientras uno se movía en la clandestinidad, otro era recibido en los canales oficiales de noticias, y celebrado por las agencias del gobierno.
Pero yo no era su adversario ni su reverso, y fueron muchas las ocasiones en las que busqué ratificar sus imágenes. No encontré con qué y en determinado momento tuve que abandonar la idea de que la realidad era un cuento de dos ángeles.
En sus redes, mi compatriota mostraba mercados llenos de productos, gente contenta con el gobierno de Maduro, calles donde la inseguridad parece una fábula. El truco en los supermercados era fácil de desenmascarar: en todos lo videos salía él en primer plano caminando entre góndolas en un mercado en el que había mucha gente. Pero nunca mostraba los precios, no hablaba con los venezolanos que estaban por ahí ni mostraba qué compraban. No podía hacerlo porque entonces la imagen caería inmediatamente: un producto incomparable es mera utilería. Recorría barrios populares y mostraba gente bailando. Todo eso es real: ¿en qué ciudad no existe la alegría? Pero ¿alcanza?
Es fácil construir un relato, y entiendo que mi compatriota contribuyera a eso: por lo que vi, sus ideas políticas eran más claras que las mías y estaba dispuesto a defender ese modelo. Hay quien cree que un relato no sólo oculta la realidad, sino que también la cambia. ¿Qué debía hacer yo con el video de los ketchup? Si lo compartía en alguna red, sabía que podía viralizarse. ¿Era justo que sucediera?
Ni de lejos es la imagen más acabada de lo que sucede en Venezuela, pero con el tiempo descubrí que sí es su mejor metáfora. En él se ve cómo un Estado intenta, de manera torpe, ocupar los espacios donde habita su derrota. Es un intento tan desesperado por aparentar tenerlo todo, que resulta en un desnudo absoluto. Un gigante encaprichado gritándole al mundo que su idea no falló, que no, que no, que no. Pero que igual no filmen, que no, que no, que no.
Después me lo dirá Reynaldo de otro modo, cuando hablemos de la falta de foquitos en la vía pública y veamos una luz encendida a pleno sol: “Es que el gobierno ha logrado que en Caracas el día sea cada vez más día, y la noche cada vez más noche.” Por lo menos florece el humor.
Yo no tengo mis ideas políticas claras, nunca las tuve, no creo que las vaya a tener. Para mí la convicción en materia política es la renuncia del pensamiento. La cultura es colectiva, las ideas no. Las ideas son por esencia insurrectas. ¿Existe acaso un líder político o un militante que pueda sostener, con honestidad intelectual, el sentido de los ketchup?
Le mostré el video a una colega venezolana y me dijo que no se me ocurriera publicar el video antes de haberme ido de Venezuela, que si lo ponía en redes se iba a hacer viral y se me haría muy difícil moverme por el país. Me pregunto si un estado totalitario no empieza así: con recomendaciones. Alguien que le recomienda a otro que no haga eso, que no diga eso, que no muestre eso.
Y a la vez, mis ganas de publicarlo suponen una contradicción. ¿Por qué quiero postear? ¿Por compromiso? ¿Para comprobar mi valía? ¿Por instinto periodístico? ¿O será por mero narcisismo, por búsqueda de notoriedad? ¿Qué hay detrás de todo lo que nos parece valiente? Detrás de todo lo que nos da orgullo incluso. A menudo, me enojo en secreto cuando le cuento a alguien que voy a un lugar de peligro y no reacciona como espero. ¿Preferiría no tener miedo? No lo sé. La verdad es que preferiría estar en Venezuela sólo por compromiso, sin desear repercusiones.
El periodista es mezquino, porque su bien es el mal de los otros. Muchas personas me agradecieron por estar en Venezuela cubriendo la situación, por darles voz ante la censura. ¿Viajé para darles voz a ellos o para tener, finalmente, voz yo mismo frente al mundo? Si la miseria de los otros no sirve, al menos, para enfrentarnos a nuestras propias miserias, significa que nunca estuvimos ahí.
Como sea, le hice caso a mi colega y me guardé el material. Sólo antes de terminar mi viaje lo publiqué. El efecto fue inmediato y en pocas horas el video estaba dando vueltas por la web. Mis redes sociales crecieron violentamente de un día para el otro y me empezaron a llegar mensajes.
Siempre pensé que la escritura era el modo de volver elegante cualquier banalidad, pero hablar de un video viral supera sus posibilidades. Sin embargo, sería tonto dejar de lado el universo de Twitter, Facebook o Whatsapp si se quiere hablar de la Venezuela de hoy. Las compañías de telefonía celular ofrecen un mejor servicio de 4G que las empresas de internet.
Para los venezolanos, Twitter es la principal fuente de información. Ahí habitan algunos de sus medios más importantes y ahí buscan ellos compartir lo que pasa. Whatsapp también. En ese flujo es difícil reconocer qué es cierto y qué no. Me han llegado videos con gente decapitada y los asesinos jugando con las cabezas. ¿Era real? El universo de la Fake News y de los “Falsos Positivos”, como lo llaman, es basto de ambos lados del mostrador.
Hay grupos de gente afín al gobierno dedicándose a desmentir o desacreditar videos que muestran una imagen desfavorable de la gestión de Maduro. Mi propio video fue víctima de análisis de programas oficiales que lo desacreditaban mostrando otros videos de otra gente —mi compatriota entre ellos— recorriendo otros supermercados. Pero yo sé que no fueron Fake News ni falso positivo: el video fue una combinación de azar y de torpeza. O de una honestidad tan brutal que los dejaron ahí
¿Seguirán los Heinz ocupando las mismas góndolas? Como aquella novia que nos quiso y se perdió en la adolescencia, sueño con ir de vuelta a ver si siguen ahí. Si todo lo que empieza como tragedia termina como comedia, llegará el día en que Venezuela se ría sin mueca de incomodidad ni de dolor.
En mi último día en Caracas, Reynaldo me llevará al aeropuerto para tomar mi vuelo a El Vigía, en el estado de Mérida. Antes vamos a comer en su casa el plato típico: pabellón (porotos, carne mechada, arroz y plátano), y después me va a mostrar el champagne que tiene guardado para el día en que caiga Maduro.
Cuando me lo muestra, trato de mantenerme frío. No quiero sumarme a la lógica del festejo porque siento que es, de algún modo, faltarle el respeto a Venezuela. Muchas veces me pedirán mi opinión y diré lo mismo: que a duras penas entiendo lo que pasa en la Argentina.
Sin embargo, aunque se decepcionen, los venezolanos —incluso los más radicales que me cruzo— recibirán bien las evasivas. Ninguno me querrá obligar a declararme. Ninguno me pedirá que tome un bando. Pero yo sé, por más tibieza que brote de mi corazón, que mostrar la realidad es suficiente toma de partido. En un país donde cualquier foto muestra dolor, sólo el más pobre de espíritu puede quedarse pensando en las palabras.