Opinión:
Ella es previsible. Sus gustos son sus gustos, aunque cumplirlos haya provocado una de las más graves crisis institucionales desde 1983. No es una política clásica ni le tiene respeto al sistema. Es más bien una política antisistema. Cristina Kirchner fue derrotada en las elecciones del último domingo. El Presidente, también. Cualquier otro político hubiera posado al menos cierta humildad ante la constatación de que una mayoría social se alejó de la coalición gobernante que ella lidera. Hizo lo contrario. Dobló la apuesta. Intentó vaciarle el gabinete a Alberto Fernández. Intentó irse ante la adversidad. Tuvo poca suerte. Gobernadores, intendentes, sindicalistas y movimientos sociales rodearon al jefe del Ejecutivo. Ahí estaba el peronismo. Ella se quedó sola con La Cámpora.
Quedó claro: ese es su único patrimonio político. Cualquier otro político hubiera disimulado la segunda derrota en tres días; hubiera promovido en las formas una reconciliación con el mandatario y negociado con él un nuevo gabinete de coalición. No pudo con su genio. Volvió a doblar la apuesta con una carta que se pareció más a la reprimenda de una patrona a un empleado inepto e indisciplinado. El empleado era nada menos que el Presidente. Su desprecio por la institucionalidad tiene una dimensión cósmica. O es una persona de un monumental egoísmo o está muy desesperada. El Presidente cometió los errores que cometió, pero corporiza a la institución presidencial.
La crisis se saldó con un cambio de gabinete prematuro, sobre todo para Alberto Fernández. Él quería que los cambios sucedieran después de las elecciones posiblemente perdidosas de noviembre; ella presionaba para que los cambios fueran inmediatos. En los tiempos ganó ella. El nuevo gabinete sirve para el equilibrio entre los sectores internos de la coalición peronista, no para ganar una elección ni para enviarle un mensaje a la sociedad. Se reparten entre ellos lo que queda. Si la designación de Juan Manzur como jefe de Gabinete hubiera sucedido el jueves, el Presidente habría ganado. En la tarde del jueves, Cristina divulgó que lo propuso ella. Hay una contradicción: ella siempre fue leal en Tucumán al matrimonio Alperovich, enemigo irreconciliable de Manzur. Manzur es, en cambio, un viejo amigo político del Presidente. Después de la carta, parece una imposición de la vicepresidenta. Cerca del Presidente aseguran que fue él quien propuso en esa reunión el nombre de Manzur, no ella.
Aníbal Fernández será seguramente mejor ministro de Seguridad que Sabina Frederic, pero perdió la provincia de Buenos Aires en 2015. Justo la provincia que el peronismo volvió a perder el domingo último. Nicolás Trotta se abrazó al impopular cierre de escuelas durante la cuarentena, pero Daniel Filmus nunca ganó una elección en la Capital. La mejor designación del Presidente es, sin duda, la de Julián Domínguez en el Ministerio de Agricultura. Domínguez es un hombre consensual que comprende los problemas del imprescindible sector rural.
La sociedad no se equivocó en los comicios: la situación dramática de la gente común no es prioridad para Cristina Kirchner
Fuentes cercanas al Presidente dijeron que este no consultó las designaciones con la vicepresidenta. ¿Por qué se quedó entonces el ministro del Interior, Eduardo “Wado” de Pedro? “Su salida hubiera sido un punto de no retorno en la relación con Cristina”, explican al lado del mandatario. “Se cerró un libro de hacer política”, dicen los albertistas. Es el libro de Cristina. ¿Será así? “El Presidente sigue enojado con ella”, aseguró el viernes un alto funcionario del Gobierno. ¿Por qué? “Porque no lo respetó ni lo cuidó ni le retribuyó la solidaridad que tuvo con ella”, respondió. Son ofensas demasiado profundas. Ofensas públicas, además, que no se pueden esconder. De Pedro, por ejemplo, es un hombre cordial, respetuoso de las formas. Fue el que abrió la crisis con su renuncia en nombre de Cristina. Ni siquiera le avisó al Presidente de su dimisión, que no firmó ni se la entregó al mandatario. El jefe del Estado se enteró por los medios periodísticos. De Pedro cumplía la orden de ser desconsiderado e irreverente. Son las disciplinas que impone Cristina, pero el ministro ya es un hombre grande como para ser fiel a sí mismo en las formas, por lo menos. El ministro demostró que su terminal está en el despacho de Cristina, no en el de Alberto Fernández. La vieja ceremonia concluyó. Una coalición que no respeta al jefe formal del gobierno es una coalición condenada a la extinción.
¿Quedó Cristina más fortalecida? Ningún gesto de ella fue de fortaleza, sino de una conmovedora debilidad. La desesperación de Cristina es doble: judicial y política, en ese orden. No es casual que hayan renunciado casi todos los funcionarios cristinistas del gabinete, menos el viceministro de Justicia, Juan Martín Mena, y el procurador general del Tesoro, Carlos Zannini, que es el jefe de los abogados del Estado. Ellos son los que tienen la relación con jueces y fiscales. No podía correr riesgo. A veces, Alberto Fernández acepta renuncias. Mena y Zannini deben quedarse como potenciales escudos de su seguridad personal. Cristina sospecha que la derrota electoral pronostica otra derrota en noviembre y que los jueces lo saben. La Justicia Federal oscila con los resultados electorales. La sociedad no se equivocó cuando el domingo de elecciones le envió un burofax a la dirigencia gobernante: la situación dramática de la gente común no es una prioridad para la jefa de la coalición gobernante.
Esa coalición, tal como se la conoció, se rompió definitivamente. Hay agravios que nunca se olvidan. Sergio Massa se autoproclamó mediador entre el Presidente y la vicepresidenta. Fue un mediador que se describió como tal ante los periodistas. Poco después de que posara como pacificador, Cristina revoleó la carta que pulverizó la relación con el Presidente. O Massa es un mal mediador o fracasó su misión de amable componedor, o ese papel no lo cumplió nunca. Ninguna posibilidad lo deja bien al presidente de la Cámara de Diputados, cargo que podría perder en diciembre si las elecciones de noviembre fueran una reedición de las del domingo que pasó. Juntos por el Cambio sería, en tal caso, la primera minoría y, como tal, reclamará la presidencia de Diputados. Por algo, la oposición anunciará en las próximas horas que toda negociación con el Gobierno se hará en el Congreso, no con el Poder Ejecutivo.
La nueva epístola de Cristina tiene los rasgos de la radicalización que se anunciaba. Se queja porque el Gobierno no distribuye más plata cuando el problema argentino es el descomunal gasto público. Populismo sin plata. Una fórmula imposible. También tiene mucho de hipocresía. Asegura que no cuestiona la continuidad del ministro de Economía, Martín Guzmán, pero la carta solo le dedica durísimos reproches a la gestión económica. Se ofendió porque pasaron 48 horas desde la derrota y el Presidente no la llamó. ¿Desde cuándo es el presidente el que debe llamar al vicepresidente?
La carta de Cristina tiene un párrafo de verdad. La coalición gobernante sacó en las elecciones de hace una semana en la provincia de Buenos Aires más de 400.000 votos menos que los que ella sacó cuando perdió en 2017. Pero los que gobiernan esa provincia son ella misma, su principal ahijado político, Axel Kicillof, y su propio hijo, Máximo Kirchner, autoerigido en mandamás del peronismo bonaerense. ¿Qué dijeron Kicillof y Máximo Kirchner de la derrota? ¿Hicieron alguna reflexión pública? ¿Les hablaron a los bonaerenses enojados? Nada. Silencio. El único culpable es Alberto Fernández, según el oficio postal de Cristina. Hasta la oposición salió a respaldar al Presidente. Ese papel lo jugó Elisa Carrió que directamente habló de un golpe de Estado. El concepto de coup d’etat nació en Francia en el siglo XVII; se refería a las decisiones que tomaba el monarca para liquidar a una facción gobernante. La diferencia es que la monarca autóctona no tiene una monarquía ni el país es su feudo ni los argentinos son sus súbditos.
Por: Joaquín Morales Solá