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Por qué falló el plan político de Cristina Kirchner

El kirchnerismo comenzó a “joderse” cuando asumió como inmutable el 54% y sintió que este resultado legitimaba para siempre la chance de ir por las instituciones y quedarse con todo

cristina fernández de kirchner
Cristina Kirchner: "No seré candidata a nada"
Descacharreo

ANathaniel Hawthorne, culposo descendiente de los crueles inquisidores de Salem y luego padre de la literatura norteamericana, lo acosaba su propia imaginación, que era intensa y desbordante; para que ese torrente continuo no se perdiera, eligió llenar cuantiosos cuadernos con ideas para futuros libros, bosquejos de cuentos, pequeños relatos, observaciones al paso y miniaturas inspiradas. Esos apuntes fundan un género y articulan una formidable maquinaria de la observación y la ocurrencia; de ese árbol frondoso arrancaron sus frutos no pocos colegas ilustres en los últimos doscientos años. En una página de “Cuadernos norteamericanos”, Hawthorne propone “hacer el retrato de un reformador moderno, un individuo que profesa las doctrinas más extremas”, y a continuación, sugiere un desenlace: “Anda por la calle arengando con mucha elocuencia y está a punto de sumar varios adeptos, cuando sus tareas se ven interrumpidas por la aparición del guardián del manicomio de donde ha escapado”. La trama guarda una secreta semejanza con la peripecia kirchnerista, no solo en su hipnótico proselitismo, sino también en sus irreductibles hipérboles y sus irresponsables propuestas autoritarias con las que sedujo a muchas personas inteligentes. Su carácter mesiánico y delirante –”populismo psiquiátrico” lo llama el filósofo Miguel Wiñazki– enajenó toda la política argentina durante dos décadas, y se manifestó de manera surrealista tras la condena por el caso Vialidad y la declinación de Cristina Kirchner a toda candidatura: sus apóstoles batieron el parche asegurándole a la angustiada feligresía que ella había sido proscripta (Perón en 1955) y, a la vez, que había hecho un renunciamiento histórico (Evita en 1951). Una deidad, ya se sabe, puede estar en dos lugares al mismo tiempo. Puede incluso colocar a un neomenemista a bajar la inflación con ajuste, recesión y endeudamiento, y a la vez arrojarle piedras por no repartir más flan (Casero dixit) ni ejecutar más planes platita. La arquitecta egipcia y sus idólatras se hacen trampa jugando al solitario y pernoctan desde hace años en una dimensión desconocida y dislocada, donde cada vez es más difícil distinguir entre verdad y retórica, y donde los hechos objetivos son negados en nombre de una orgullosa “autopercepción”. Pero la realidad porfía y un día inexorable te da jaque mate en tres jugadas. La doctora levanta su cabeza y descubre que su plan fracasó en los tres planos esenciales: el político, el económico y el judicial.

Está obligada entonces –aunque nadie sabe si tendrá las suficientes agallas para hacerlo– a formularse en soledad la misma pregunta que Vargas Llosa formula sobre Perú en “Conversación en La Catedral”: ¿cuándo se jodió el kirchnerismo? Sólo una mirada descarnada, libre de narcisismo y mala fe, podría conducir a una posible respuesta lúcida. El kirchnerismo comenzó a “joderse” cuando asumió como inmutable el 54% y sintió que este resultado legitimaba para siempre la chance de ir por las instituciones y quedarse con todo; también cuando se sintió respaldado por el “pueblo” para sobregirarse con un discurso exótico y bolivariano –por lo tanto violento–, y asociado internacionalmente a la praxis y el destino de los hermanos Castro y de Hugo Chávez. En ese momento, las medidas extravagantes comenzaron a dar malos resultados económicos, y la respuesta fue cada vez más virulenta y las trampas más y más burdas: genocidio estadístico, postergación maliciosa del sinceramiento de tarifas, acumulación continua de enemigos y cadenas nacionales para tapar con patrioterismo inflamado la raquítica performance. Al cabo en las encuestas, la Pasionaria del Calafate se encontró con la primera sorpresa: el “pueblo” no estaba dispuesto a votar a un kirchnerista de paladar negro; para ganar hacía falta llevar una figura “moderada” que no metiera miedo y que le bajara un cambio a ese “reformador de doctrinas extremas” que estaba para el loquero, como imaginaba Hawthorne. Aquella vez debió haber sonado una primera alerta: la sociedad no bancaba una radicalización y si el kirchnerismo quería seguir representando a las mayorías debía sosegarse. Presumo que acatar esa demanda significaba aceptar algo muy doloroso, así que el juego se habilitó aunque bajo la coartada íntima de que se trataba de mera táctica electoral. Perdió la doctora finalmente con Scioli, pero la necesidad ególatra de creer que la última gestión no había sido desastrosa y que aquel no había sido un voto castigo, la obligó a redoblar la apuesta sin hacer autocrítica y a soñar con que las laceraciones sociales provocadas por Cambiemos harían que el votante reviera su injusta decisión. Luego se dio cuenta de que, a pesar de los sinsabores legados por Macri, ella volvería a perder con un candidato “puro”; fue allí cuando reemplazó a Scioli por Alberto Fernández. Se trataba de un segundo aviso: su “fuerza popular” era incapaz de generar una figura competitiva y convocante; la gente no quería pirados sino sensatos al mando del buque. Pero el cristinismo tampoco quiso reparar en ese mensaje, y cuando finalmente Axel Kicillof ganó en la provincia de Buenos Aires, Cristina prefirió leer ese triunfo como producto de una tardía gratitud a su antigua gestión económica, cuando era en verdad una simple consecuencia de la correntada general. La lógica Kicillof quedó fortalecida por las urnas, pero también porque Cristina Kirchner necesitaba creer que el “chiquito” había sido bien elegido por ella y que su gerenciamiento en los años 13, 14 y 15 había sido brillante cuando había sido catastrófico. Desde la lógica Kicillof –a partir de entonces palabra oficial en la materia–, todo resultaría sencillo y en pocos meses dejarían atrás los pesares macristas; para ello le marcaron desde el primer día la cancha al delegado y a su ministro. Fue esa misma lógica la que impuso yerros, medidas que ya habían fracasado y disparates en cadena, tomados más para preservar el capital simbólico que para arreglar los problemas de fondo y de coyuntura. Después de muchas pifiadas y mucho encarnizamiento terapéutico, resolvieron cargarle a Guzman todas las culpas: lo obligaron a renunciar por ser demasiado de “derecha” y, al borde de un abismo que ellos mismos habían abierto, pusieron a hacer el ajuste a Sergio Massa, que como todo el mundo sabe es un referente de la Patria Socialista.

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También hubo escasa reflexión acerca de tres asuntos vitales para el desenvolvimiento de la coalición gobernante: con gran voluntarismo pensaron que el poder mayor ubicado en la segunda figura y no en la primera no traería grandes trastornos, que el exjefe de Gabinete de Néstor Kirchner sería un ejecutor diligente, y que los fiscales y jueces que sustentaban los expedientes por corrupción serían obedientes y cerrarían las causas. Todas estas presunciones resultaron, como se ve, completamente fallidas. Lo que un Fernández tejía de día, otro Fernández lo destejía de noche; el gabinete quedó loteado y trabado, y comenzó una sorda batalla entre facciones: nadie hizo tanto daño al jefe de Estado como su jefa política, y viceversa. Por otra parte, un magnífico operador en las sombras se transformó inesperadamente en un administrador público negligente. Y finalmente, ni él ni ella consiguieron detener el juicio oral de Vialidad, ni sus inquietantes secuelas. Que sella por el momento esta historia, aunque por supuesto la dama se piensa como una antiheroína de Netflix: espera siempre que se active una nueva temporada. Víctima de decisiones ensimismadas (“A Cristina no se le habla, se la escucha”), acostumbrada a no consultar a nadie (nominó a Alberto con un tuit desde su casa y abandonó su candidatura desde Youtube sin avisar a su entorno), rodeada de obsecuentes y enajenados de café, enamorada no de los datos puros sino de sus caprichosas subjetividades y de la lectura histórica edulcorada que a cada paso imagina, no supo ver fría y desapasionadamente el desenlace que ella misma estaba escribiendo. Ahora experimenta, como decía Hemingway, el fin de algo. “Habría querido ser amada y no temida -anotó Hawthorne-. Pero ahora eso ya no importa”.

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