“A mi nieto lo desapareció la tierra”
Hace apenas un año, poco antes de las ocho y media de la noche, Lautaro Alí, entonces de 17 años, echó sobre el aceite un puñado de azúcar y otro de maní, a punto de cocinar el último praliné de la jornada. De repente, un nubarrón de tierra se tragó el azúcar, el maní, las manzanas acarameladas; un alud urbano nubló todo el puesto de Lautaro, en la calle 24 de Septiembre al 500. “A mi nieto lo desapareció la tierra -recuerda, un año después, Juana Albornoz-. Creyó que venía un terremoto”.
JUANA. Su nieto se salvó.
Hace ya un año, el ex teatro Parravicini se derrumbó, aplastó y mató a Cora Sosa y su hijo, Miguel Morandini, y a Víctor Aranda; la casualidad quiso que no matara a Lautaro o a su abuela. Durante 40 años, Juana, de 65, había cocido y vendido garrapiñadas en la vereda del viejo edificio. Hace seis se mudó unos metros más allá por la apertura de una cochera; a esos metros le debe la vida de su nieto. Hoy, turbada, la abuela hace una mueca de angustia y confiesa que pretende no recordar, que no quiere hablar demasiado: “cuando me acuerdo, imagino que él no vino ese día, que el Parravicini no se cayó, que el edificio nunca estuvo ahí”.
El techo de la puerta de un negocio de ropa resguarda hoy el carrito verde, el quiosco ambulante de Juana. Mirta Guzmán, de 60 años, que atiende ese local todas las tardes, también lo atendía la tarde noche del 23 de mayo del año pasado. Durante un día normal, el silencio y el susurro de alguna suave canción de amor reinan allí; el día de la tragedia el estrépito de una bomba invadió ese palacio de la calma. “Lo primero que yo noté -rememora Mirta- fue la caída de los cables. De ahí sentí una explosión, como si un terrorista hubiera puesto una bomba. Entonces grité: ‘¡Dios, un atentado!’, y ya no se veía nada afuera, pensé que al chico del praliné lo habían matado”.
MIRTA. Recuerda una explosión.
Dos meses después, cuando ya habían derribado lo que quedaba del antiguo teatro, Mirta todavía cruzaba de vereda al salir del trabajo: si caminaba por la puerta, sentía que pisaba a los muertos. “Fue horrible -transmite-, aunque ya una se olvida”.
El nubarrón no entró al negocio donde trabaja Mirta, pero cuando afuera se asentó la polvareda y ella entendió que el ex Parravicini se había venido abajo, todavía retumbaba en su cabeza el eco de de una guerra.
SOBREVIVIENTES. Manuel y Guillermo trabajan al lado del ex Parravicini. Después del susto, corrieron a ayudar. LA GACETA / FOTOS DE ANALÍA JARAMILLO.-
La noche del derrumbe, Manuel Salvatierra, de 44 años, y Guillermo Alarcón, de 32, cumplían su turno en la cochera contigua al ex teatro. Transcurría un día de trabajo como cualquier otro: charlaban, uno atendía la caja, el otro le indicaba a los clientes dónde estacionar. De pronto, Manuel escuchó un ruido de acero, de hierro resquebrajado, y Guillermo notó cómo la ventanilla comenzaba a vibrar. “En el momento en que los ladrillos golpearon nuestro techo -narra Manuel, el más elocuente de los dos-, el instinto nos hizo correr. Recién cuando llegamos al fondo de la cochera vimos la nube de tierra y los ladrillos del cine, que ya no estaba”.
En el momento en que el suelo dejó de moverse y se animaron a mirar la calle, Manuel y Guillermo temieron por los peatones y salieron de la cochera para prestar ayuda. “Aunque no se podía respirar -cuenta Guillermo-, empezamos a levantar los escombros buscando heridos”. Encontraron ladrillos, vidrios, cables y el cadáver de Aranda.
Podrían haber sido más
Cuando esta cochera está llena, hay un último lugar sobre la vereda del ex Parravicini. Unos minutos antes de la tragedia, un hombre quiso estacionar ahí, pero aún quedaba un espacio adentro, adonde Manuel lo ubicó. En ese auto se había quedado una nena. “Por desgracia murieron tres personas -expresa Guillermo-, pero podrían haber fallecido al menos dos más, incluida una pequeña”.
Unos minutos después del derrumbe, policías y bomberos acudieron en auxilio de los heridos. Debajo de los escombros hallaron dos cuerpos más. Hasta que trascendieron los nombres, Juana, la abuela de Lautaro, temió que su nieto hubiera muerto asfixiado. Quizá por eso todavía hoy a Juana le cuesta respirar cuando rememora la tragedia. De ella hace apenas un año, o hace ya un año. (Por Hernán Miranda)