Decía Sergio Massa hacia mediados de octubre, cuando pulseaba con el FMI por los alcances de una devaluación que se veía venir y venía, definitivamente: “El Fondo pedía 100%, bajó al 60% y finalmente logramos acordar en el 20%”. Está claro: Massa estuvo de acuerdo con el ajuste del 20% que luego fue 22% y tanto, que lo presentó casi como un éxito propio.
Subido a ese tren, alardeaba a propósito de los US$ 7.500 millones que el organismo giraría a la Argentina como parte del arreglo: “Este desembolso, que constituye el segundo más importante en la historia del FMI, garantiza un marco de estabilidad hasta fines de noviembre. Y nos permite transmitir una situación de control de una de las variables de intranquilidad, como es el funcionamiento de los dólares financieros”.
Poco menos que cartón lleno, para un gobierno que vive penando por un puñado de dólares y sufre la presión de una demanda sin fin que va derecho sobre las reservas que el Banco Central aún conserva. Mejor dicho, cartón lleno hasta que los hechos concretos y la crítica realidad ponen las cosas en el lugar donde verdaderamente están.
Gato por liebre
Pero Massa es de aquellos políticos que no se rinden fácilmente cuando las cosas pintan complicadas y los dejan en off side. Es de esos que llegado el caso intentan hacer pasar gato por liebre, así no siempre consigan compradores para su mercadería y su inclinación hubiese sido gastada por el uso.
Dice ahora mismo, a cuento del sacudón que significó la inflación del 12,4% de agosto: “Eso es producto de una imposición del Fondo Monetario que de alguna manera golpea enormemente nuestra economía. Sus programas y recetas terminan siendo inflacionarios y contractivos”.
El problema es, nuevamente, la realidad. Fuera de cualquier controversia, lo cierto es que la devaluación fue aplicada por el Gobierno, con aval de Cristina Kirchner, y el impacto va a la cuenta del Gobierno, aunque lo pague toda la población y, sobre todo, aquellos sectores de bajos recursos que el kirchnerismo llama vulnerables.
Una muestra fuerte de las consecuencias salta en el 15,6% que subió el costo de los alimentos en agosto y otra, aún más fuerte, es el 146% al que escaló, en los últimos doce meses, el valor de la canasta alimentaria básica que define la línea de indigencia.
Cifra, un centro de estudios vinculado a la kirchnerista CTA, calcula que medido en alimentos el salario registrado ha caído 8% entre diciembre de 2019 y junio de 2023, o sea, durante el actual ciclo K. Y si la referencia es diciembre de 2015, habla de un derrumbe del 25% o de una pérdida equivalente a la cuarta parte de los ingresos.
Valen ahí un par de precisiones. Una es que las cuentas de Cifra no computan el saque que significó la devaluación de agosto. Y la siguiente, que los salarios registrados son los que perciben los trabajadores en blanco, con aportes jubilatorios, cubiertos por las paritarias y por ciertos beneficios sociales y laborales.
Del otro lado, golpeados sin matices, hay alrededor de 5,6 millones de trabajadores, el 36,7% de la llamada población activa, que no están alcanzados por las paritarias, ni por los beneficios que tienen los ocupados en blanco y cuyos salarios representan la mitad de los que están registrados. Superan, hoy, en 450.000 a los que había el año pasado y es el empleo que más crece en estos tiempos.
Es obvio que el ejercicio de anadar tapando agujeros sin parar que despliega el Gobierno no puede ser considerado un plan, sino un intento de achicar los costos provocados por decisiones equivocadas, por errores de diagnóstico e improvisaciones de quienes debieran acertar en lugar de pifiarla seguido.
Tampoco cambia nada de fondo que, en campaña, Massa distribuya recursos fiscales del Estado nacional y de las provincias como si fueran propios. Kirchnerismo puro, del que ya tenemos en cantidad y tendremos más todavía a medida que se acerquen las presidenciales del 22 de octubre.
Hay algo del cuadro general que también se veía venir, que anticipaban las estadísticas del INDEC y ya está instalado en informes de organismos internacionales, de bancos y consultoras. Aporta al panorama general, es pariente directo del proceso inflacionario y se llama recesión.
Según el último parte de la CEPAL, una organización que agrupa a países de América Latina y el Caribe, en 2023 la economía argentina caería un 3%, esto es, un punto porcentual más que el 2% que la entidad había proyectado en abril y medio menos que el 3,5% estimado por varias consultoras. El promedio regional de CEPAL señala crecimiento del 1,7%, magro aunque crecimiento al fin.
Las estadísticas del INDEC más recientes anotan, para la actividad industrial, tres meses consecutivos marcha atrás respecto de 2022 y los pronósticos privados dicen retroceso del 2,5% en 2023. Para la construcción, la baja anual oscilaría entre el 1,5 y el 2%.
Tendríamos así, completo, un clásico de la economía argentina: inflación con recesión o, en la jerga de los especialistas, estanflación. Si se prefiere, precios por las nubes y economía por el piso más una lista larga de subproductos de la misma especie.
Puesto en números de fines de 2023 estimados, el PBI habría crecido apenas 2,6% contra fines de 2019, esto es, caída de la actividad económica medida por habitante durante el gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner. Nada del crecimiento que hace sonar el pregón oficial y nada, al fin, que coincida con la percepción de la gente.
Y si el punto es la inflación acumulada, los datos oficiales hasta agosto marcan 622% para el nivel general y 738% en el costo de la canasta alimentaria básica. Por donde se mire, las huellas de una crisis que se manifiesta en un clima social necesariamente pesado.
Aún así, no hay dato, por malo que sea, capaz de doblegar la ambición de poder del ministro candidato, según el orden en que ahora van los roles.
Gato, liebre, conejo o lo que venga, Massa no para de meter parches sobre parches. Ni de sacar ofertas, como la de sortear autos, motos y electrodomésticos entre quienes accedan a la devolución del IVA y utilicen tarjeta de débito. Peronismo de todos los tiempos.
Cosa de memoriosos, es inevitable asociar esta movida con un detalle presente el día en que Massa habló del canje, durante el acto con los sindicalistas de la CGT. Les dijo a los manifestantes: “Si tienen que ahorrar, que se compren un autito, algún bien producido en la Argentina. Pero no vayan a comprar dólares”.
La traducción directa de la consigna habla del temor a que la platita agite la presión cambiaria, aunque el tope mensual de $ 18.800 para la devolución del IVA no da para pensar en grandes cosas. Al tipo de cambio oficial, son 53,7 dólares y 26 según el blue. Eso sí, el consejo deja al descubierto que los US$ 7.500 millones del FMI no garantizaban “el marco de estabilidad hasta fines de noviembre” que el candidato calculaba, o calculaba mal.
En el medio, la trepada de los precios va camino de comerse por completo la devaluación del 22%, los dólares financieros siguen pegando saltos, las reservas netas del BCRA cantan un rojo que ya supera los US$ 10.000 millones y la confianza en el gobierno es lo que se ve y la realidad cuenta sin cuentos.
Ahí, en ese berenjenal, entra la última o la penúltima jugada de Massa: crear un índice al margen del INDEC que mida la marcha de los precios semana tras semana. Y aun cuando la idea fuese guiar las expectativas inflacionarias, cuesta entender qué sentido tiene plantar una movida que recuerda, inevitablemente, a los dibujos de Guillermo Moreno en tiempos de Néstor y Cristina.
Está a la vista, de punta a punta, que Massa apelará a los instrumentos que considere convenientes, a los que cuadren, para llegar al balotaje. Claro para el 19 de noviembre de la segunda vuelta faltan dos meses en nuestros términos interminables y falta, además, dar vuelta una realidad que no se rinde ni se conmueve con ofertas de oportunidad.