Ana (60) quiere contar, sin lastimar a nadie, su historia de amor clandestina que duró nada menos que 27 años. Por eso lo hace desde el anonimato. Pero en este café de Palermo, en la calle Costa Rica, la luz es implacable y veo que sus ojos se humedecen por la emoción que le provocan los recuerdos. Por cómo lo cuenta, parece que todo pasó hace muy poco, hace unos meses nomás. Sin embargo, esa pasión amorosa que horadó su cuerpo hasta hacerla feliz terminó hace ya siete años.
Un marido sin deseo y amarrete
Fue en un baile de la colectividad judía que Ana, nacida en 1964, conoció a Julio. Tenía 18 años y él 25. Dos años después se casaron. Ana estaba deseosa de escapar de una casa restrictiva donde sus padres, según cuenta, “hacían de cuenta que se querían”. La ceremonia de matrimonio se llevó a cabo en 1984.
Julio se había recibido de abogado y venía de una familia con muy buena posición. Ana trabajaba como maestra, pero cuando a los 24 años tuvo a su primera hija decidió dejar ese trabajo y buscar algo menos demandante. Su familia había puesto un local de alquiler de videos en La Paternal y empezó a trabajar allí todas las tardes.
A su marido le empezó a ir muy bien. Dinero no faltaba, pero él fue revelando un costado miserable. “No me dejaba un peso para nada. Me tenía que arreglar siempre con mi sueldo para todo lo de la casa. Primero vivimos en un departamento chico que él había comprado y puesto a su nombre. Nació mi hija en 1989 y mi hijo en 1995. En esos años en que la familia se agrandó, nos mudamos varias veces. Al final logré que me pusiera como dueña de la mitad. Seguía siendo tan miserable que no pagaba ni los remedios para los chicos”. A pesar de eso, se casó “profundamente enamorada, pero hoy después de años y años de terapia creo que Julio nunca estuvo enamorado de mí”, admite con la mirada apoyada sobre su café negro,
“Él tenía una tensión interna. Yo lo notaba, me parecía que era bisexual. Mis amigas siempre lo vieron un poco femenino y me lo decían, pero bueno. Sexualmente era lo único que conocía y no tenía con qué comparar. Si bien yo había tenido otros novios, solo había tenido relaciones sexuales con él”.
El cliente seductor
Ana siguió trabajando con sus padres en el videoclub. Fue en 1990 que uno de los clientes, un señor grande, alto y canoso, comenzó a charlar con ella cada vez que iba al local.
“Empezó a venir. Siempre estaba tostado y bien vestido y tenía muy buenos modales. Era un empresario. Yo tenía veintitantos años, un figurón y era super descarada. Me hacía gracia histeriquearle. Él me gustaba. Después me enteré de que era el padre de alguien muy conocido en el ambiente del fútbol”.
Las conversaciones comenzaron con pedidos de recomendaciones de películas. Y, con el tiempo, se volvieron más confianzudas.
Un día el cliente le pidió que le recomendara una película porno. Una que hubiese visto ella (Imagen Ilustrativa Infobae)
“Un día me pidió que le recomendara alguna película porno… alguna que hubiera visto yo. ¡Medio en risa, medio en broma, le recomendé! Venía unas dos veces por semana. En septiembre, cuando llegó el día de la primavera, se apareció por el videoclub con dos rosas rojas: una para mi mamá y otra para mí. Nos la dio con una sonrisa y se fue. Pero, creo que a propósito, se dejó olvidadas las llaves del auto sobre el mostrador. Las agarré y salí corriendo para alcanzárselas. No te voy a negar que había, desde hacía tiempo, química entre nosotros. Electricidad. Esa tarde la que dio el paso fui yo. Le entregué las llaves en la esquina y le estampé un beso. ¡Él quería que pasara! Me miró y me dijo que lo esperara en la parada del colectivo cuando terminara de trabajar, él pasaría con su auto por ahí para buscarme. ¡Tenía 22 años más que yo! En ese momento yo tendría 26 y el 48. A la salida del trabajo fui directo a la parada con mi hija de un año y él pasó a recogernos. Fuimos a tomar algo a una confitería. Yo tenía a mi hija en la falda. Charlamos mucho y de todo. Me encantó. Al final ese día me pidió por favor, me hizo mucha gracia su pedido, que no usara minis tan cortas porque cualquiera que lo viera conmigo iba a pensar que era un viejo verde y degenerado”.
Ni esa tarde ni las siguientes en que se encontraron pasó nada sexual. Iban a tomar algo, conversaban con la pequeña de testigo que todavía no sabía hablar. Solo un par de besos robados y el deseo se volvía urgente, palpable.
El baño de la pasión
“Un día me animé a más. Nunca había engañado a nadie, pero no tenía miedo a nada. Lo pienso ahora y no lo puedo creer. ¡No doy crédito a lo que hice! Creo que fue porque era muy joven y no medía las posibles consecuencias de mis actos. Esa vez me llevó a casa y ¡lo hice subir! Mi marido no estaba, era hora de oficina. Entramos, acostamos a mi hija en su habitación y se quedó frita. Fue entonces que nos encerramos en el baño. Ahí ocurrió todo. Ese fue nuestro lugar durante muchos encuentros. Yo estaba descubriendo el sexo por primera vez en mi vida”, confiesa Ana.
Un día ella se animó a más y lo invitó a subir a su casa, en horas de trabajo de su marido – (Imagen Ilustrativa Infobae)
Fueron pasando los meses. La hija de Ana empezó a tirarle los brazos a Manuel quien le compraba regalos. Pero claro, también había empezado a hablar. Eso les dio miedo. Decidieron no ir más al departamento de Ana. Era riesgoso.
Ella comenzó a pedirle a su madre que le cuidara un rato a su hija todas las semanas: “Empecé a dejársela a mi mamá en el negocio o en su casa y nos escapábamos a un hotel alojamiento que quedaba en Carranza y Niceto Vega. Me sentía contenida por él, teníamos buen sexo y, también, una relación como de pareja. Me tenía en cuenta en todo. Éramos amigos además de amantes. Escuchábamos música y nos divertíamos”.
Ana no lo sabía, pero era una carenciada afectiva. Con su marido no tenía charlas, no tenía soporte afectivo, no tenía buen sexo, ni siquiera apoyo económico suficiente. Con Manuel suplía todo eso.
La duda del hijo y la misma playa
Las cosas se prolongaron en el tiempo y el romance clandestino continuó. Pero Manuel, quien tenía dos hijos grandes, tuvo que acompañar a su hijo futbolista por el mundo. Esta situación se prolongó durante dos años en los que se vieron menos, pero se comunicaron mucho. Cuando volvieron a verse hubo un gran reencuentro. Corría el año 1994. Justo en ese momento Ana volvió a quedar embarazada. Como todavía tenía sexo con su marido tenía dudas sobre quién sería el padre. Ana le comentó lo que pasaba a Manuel. ¿De quién sería el hijo? Manuel se ilusionó. Quizá fuera suyo.
Pero cuando nació el bebé, en 1995, el parecido con el marido de Ana fue evidente: “Era el calco de mi marido. No había chance de que fuera de él. Era totalmente pelirrojo como Julio y de ojos claros. No quedaron dudas”.
Manuel era morocho y ojos oscuros y no tenía “colorados” en la familia. “Lloró de tristeza cuando lo vio. Manuel tenía muchas ganas de que fuera suyo. Pero como era él, amoroso y contenedor, me dijo que igual lo iba a querer como si fuera propio”.
Manuel tuvo que acompañar a su hijo futbolista por el mundo durante dos años. Cuando volvieron a verse hubo un gran reencuentro (Imagen Ilustrativa Infobae)
Dos veranos después hicieron una locura. Se pusieron de acuerdo para alquilar las casas de veraneo para ambas familias en San Bernardo, en el mismo mes. Se instalaron en la costa, cada uno con su marido/esposa e hijos. No solo eso: alquilaron carpa en el mismo balneario de la playa. Bajando a la izquierda, estaba ella; bajando a la derecha, estaba él.
“Fue una locura total. Porque nos veíamos todos los días a lo lejos. Cada tanto nos las arreglábamos para escaparnos un rato para caminar por la orilla o bañarnos en el mar. ¿¿¿Podés creer que hasta caminábamos de la mano??? Una locura absoluta. Nadie nos pescó nunca. Estábamos re enamorados. Pero él seguía casado y yo también”.
La propuesta de vivir juntos
Pasaron años y, alrededor de 2007, a Manuel se le ocurrió que tenían que dejar todo, patear el tablero, e irse a vivir juntos de una vez por todas.
“Alquiló un departamento en la calle porteña Beruti para que yo me pudiera separar e instalarme ahí con mis hijos. Lo arregló, lo hizo pintar y, por supuesto, ¡lo estrenamos! Pero yo no me animé a dejar todo porque en ese momento mi hijo estaba por cumplir 13 años al año siguiente. Para nosotros es una fiesta judía importante. Le pedí un tiempo más. Mis padres ya se habían dado cuenta de que algo pasaba con aquel señor del videoclub. Papá no decía nada porque el tipo le caía bien. Mamá no quería hablar del tema, solo me dijo al pasar un día que ese señor era demasiado grande para mí, que si decidía separarme iba a terminar poniéndole la chata. Yo le respondí desafiante que él tenía dinero suficiente para tener una enfermera. Mi romance ya lo sabían varias amigas mías. Necesitaba con quiénes conversar. En ese momento la relación iba viento en popa y hasta salíamos mucho de noche. No sé qué decía él en su casa. En la mía, la verdad es que mi marido andaba en Narnia, nunca le importó lo que yo hacía. Y yo también sabía hacer buenos cuentos”.
Fueron épocas en las que con Manuel fantaseaban con vivir juntos, tener hijos en común y formar una familia enorme ensamblada: “Pero lo cierto es que fue pasando el tiempo, años en realidad, y no me animé nunca a dar el paso. Ni a separarme, ni a mudarme. Estábamos ya en el año 2010 y hacía 20 años que salíamos. Yo tenía 46 y él 68. A pesar de mi negativa a resolver el asunto, seguimos viéndonos como siempre. Nos necesitábamos y éramos felices cuando estábamos juntos”.
Un llamado final
Fue en el año 2017, mientras Ana estaba en Chile de viaje con su marido armando las valijas para volver a Buenos Aires, que entró una llamada a su teléfono celular. Inmediatamente se dio cuenta de que era del celular de Manuel. Pero no era una actitud propia de él sabiendo que ella estaba con su marido. Asustada, bloqueó el teléfono. A los pocos minutos le entró un mail a su casilla de correos. Era la mujer de Manuel. Había descubierto los mails entre ellos y le decía de todo. La insultaba y le exigía, básicamente, que dejara en paz a su marido. El corazón de Ana se detuvo.
“Yo borraba todos los mails, obviamente, pero se ve que él no lo hacía. Nadie guarda algo así si no quiere ser descubierto”, reflexiona hoy frente a su café. Ana tenía 53 y Manuel 75 años.
Nunca más desde entonces volvieron a verse. Ni siquiera volvieron a cruzar una sola palabra.
Habían sido 27 años de un gran amor clandestino que quedó suspendido en el aire sin despedidas.
El último encuentro había sucedido un tiempo antes. Habían ido a almorzar a un coqueto restó de Palermo viejo y después lo había acompañado a comprar unos disfraces para los nietos al barrio de Once. Se besaron una vez más y se dijeron adiós sin saber que sería la última vez. Ana recuerda hoy que ese día lo vio desmejorado porque a él le costaba caminar.
Después de ese mail enviado por la esposa de Manuel, los teléfonos continuaron bloqueados. Ana intentó ubicarlo por Facebook. Le mandó un mensaje. Manuel no respondió. Un poco después se dio cuenta de que la había bloqueado. No sabe si fue él y su mujer quien había tomado el control de toda la situación.
“Fue el gran amor de mi vida y me voy a preguntar siempre qué hubiera pasado si me hubiese animado a dar el paso de mudarme con él. ¿Por qué no lo hice? No lo sé. Tenía dos chicos que no eran adultos, no me animé. Es algo de lo que me arrepentiré toda mi vida. Manuel me dejó la vara muy alta en lo que es una pareja. Atento, generoso, cariñoso, era el hombre perfecto. Yo creo que me quiso de verdad. ¿Era con quien tendría que haber pasado mi vida? Capaz que sí, pero nunca lo podré comprobar”, explica.
Vomitar los sentimientos
El año pasado, en febrero de 2023, Ana tuvo un quiebre emocional. Colapsó. Ella jamás fue de revisar celulares o de mirar en los portafolios. Pero justo Julio había sido muy bueno con un percance de su suegra y Ana decidió ponerle como regalo unos ricos bombones en el maletín para cuando fuera a la oficina. Fue entonces que descubrió en ese portafolio un juguete sexual. Shockeada enseguida pensó que era un juguete inequívoco: señalaba claramente sus preferencias sexuales. Llamó al segundo a dos de sus mejores amigas y les contó lo ocurrido.
“Ellas me dijeron que ya me habían advertido que les parecía que él era gay y que yo no quería verlo. La verdad es que hacía años que ya no teníamos relaciones y dormíamos en habitaciones separadas. Pero esto era mucho. Ellas me alentaron a que me sacara la duda y lo encarara”.
Cuando, al rato, Julio salió del baño, Ana le vomitó todo lo que siempre se había guardado: las sospechas que tenía sobre sus preferencias sexuales, el juguete obvio, cómo había sufrido por su amarretismo extremo y el maltrato económico. Se guardó lo de Manuel, eso no lo confesó. Julio habló. Admitió sus dudas, la tendencia a que le gustaran los hombres y dijo que siempre había sentido esa tensión aunque le aseguró que jamás lo había concretado. Y, agregó, que ya a estas alturas de la vida no sentía la necesidad de comprobarlo. Las cosas estaban muy claras. Él quedó muy tocado por la conversación y comenzó con psiquiatra y psicólogo. Le pidió perdón y prometió tratar de mejorar. Ella aceptó todo y, una vez más, se resignó.
Ana le hizo todo tipo de preguntas a su marido, vomitó todo lo que se había guardado durante años, como las sospechas que tenía sobre sus preferencias sexuales – (Imagen Ilustrativa Infobae)
Añorar el infinito
La terapia fue la tabla de salvación de la que se agarró Ana en medio de su batalla existencial.
“Yo estaba en crisis total por lo que había dejado pasar. Por lo que no me había animado a concretar. Extrañaba a Manuel y me refugié ciento por ciento en terapia. Mi terapeuta me hizo ver que tenía que soltar, que tenía que dejar ir esa historia que quizá hubiera sido la mejor alternativa para mi vida. Era el dolor por lo que no había hecho lo que me tenía mal. Por esto, a quienes pasen por una situación similar, o parecida, les aconsejaría que vivan su historia de amor, que no la dejen pasar. Después no se puede volver atrás y lo perdido no se recupera nunca. Hay que animarse a dar el salto. Yo no me animé y arrastraré eso siempre. Imaginate, después de todo lo que te conté, sigo casada y ya vamos a cumplir 40 años. ¿Por qué? Porque estoy cómoda, salgo sin dar explicaciones, hago mi vida y me ocupo de mis nietos a los que adoro”.
Manuel y Ana ya no se toman de la mano sobre la arena desafiando miradas. Ya no encajan sus cuerpos con la esperanza de amanecer juntos. Manuel y Ana no sabrán cuando, uno de los dos, deje de respirar; ni se cuidarán en la enfermedad en el final de sus vidas. Por eso Ana todavía atraviesa el duelo de lo que no fue.
De Manuel, quien hoy debería tener 82 años, no sabemos nada de nada. Ni siquiera si está vivo.
Él siempre le decía que pasara lo que pasara se reencontrarían en “el infinito”. Ana añora esas promesas sin límite de los años en los que todo, todavía, era posible. Por eso decidió tatuarse un infinito azul en el hombro derecho. El mismo símbolo de infinito que lleva en un anillo que nunca se quita y en una pulsera amarrada con fuerza a su muñeca. Es su manera de tener presente ese amor que no puede medirse y que representa la mejor parte de su vida.