Análisis:
Desde que ganó las elecciones legislativas, la oposición de Juntos por el Cambio ha comenzado a insinuar que, en vez de ser parte de la solución, prefiere ser parte del problema. ¿Qué es ese problema? El peso asfixiante del Estado. La imposibilidad de dotar a la economía de una mínima previsibilidad. La subordinación de los diagnósticos y de los programas a las luchas de facción. En definitiva: la dificultad para señalar un horizonte hacia donde caminar.
La manifestación más reciente de incompetencia fue la sanción, en la Cámara de Diputados, de un aumento en el impuesto a los bienes personales. Fue la última estación en una secuencia de desatinos. Antes estuvo la división del bloque radical en Diputados. No solo por la propia fractura, que fue culpa de los que rompieron y, sobre todo, culpa de los que no pudieron ceder. Más grave fue la imposibilidad de explicarla y, sobre todo, de vincularla con intereses generales.
Le siguió la ausencia de un curso de acción claro para tratar la disparatada Ley de Presupuesto que presentó Martín Guzmán. Las posiciones se multiplicaron a medida que pasaban las horas. Todos, menos Ricardo López Murphy, darían quorum. La Coalición Cívica optó desde un comienzo por abstenerse para facilitar la sanción. La UCR alineada con Mario Negri y Gerardo Morales rechazaría el proyecto en general, pero votaría algunos artículos en particular a cambio de conseguir ciertos recursos. El Pro de Cristian Ritondo siguió la misma línea. Respondían a un acuerdo entre los gobernadores propios y el oficialismo, para garantizar financiamiento a las provincias. Lo encabezaba el jujeño Morales, que ese día competía por la jefatura de su partido. La UCR de Rodrigo De Loredo y Emiliano Yacobitti, enemistada con Morales, modificó el juego presentando un texto alternativo. Para los demás fue imposible no votarlo sin quedar como colaboracionistas. Así, el Gobierno quedó en minoría. Se le ofreció una salida: pasar el Presupuesto a comisión para reformularlo. Fue la decisión de una asamblea tumultuosa, anárquica, integrada por 115 legisladores mal dormidos, en la que los jefes de bloque no podían siquiera hacer oír su voz en el griterío. En ese estado regresaron a las bancas. Pero bastó un discurso agresivo y, en especial, irresponsable, de Máximo Kirchner, dirigido contra los aliados opositores de Sergio Massa, para que el pase a comisión se transformara en un rechazo liso y llano. A ese desenlace se llegó por una inercia hacia la radicalización, no por una estrategia meditada. Ni Horacio Rodríguez Larreta, ni Mauricio Macri, ni Gerardo Morales, ni Patricia Bullrich, es decir, ningún líder de la coalición, intervino para trazar un curso de acción común. A tal punto que, cuando los hechos ya se habían consumado, Elisa Carrió hizo que la Coalición Cívica emitiera una declaración defendiendo la propuesta, frustrada, de salvar el presupuesto enviándolo a comisión.
La derrota de anteayer en el tratamiento del impuesto a los bienes personales forma parte de esta marcha accidentada hacia el error. Los diputados de Juntos por el Cambio habían pedido la sesión para tratar el aumento en el mínimo no imponible que permitiría que los contribuyentes con un patrimonio más modesto se sustrajeran del gravamen. Recién cuando se habían sentado en sus bancas tomaron consciencia de que estaban en minoría. Es verdad que la diputada Camila Crescimbeni, de Pro, no pudo incorporarse a la Cámara porque en la entrada del Congreso le detectaron el coronavirus. Pero tampoco asistieron la cordobesa Gabriela Brower de Koning (de Evolución Radical) ni el porteño Álvaro González, de Pro. Brower estaba con su familia en Disney. Y González visitando Alemania. El caso de este legislador es más significativo porque se trata de la principal espada de Horacio Rodríguez Larreta en el Congreso.
Los diputados de Juntos por el Cambio, que habían jurado no subir impuestos, fueron burlados por los del oficialismo. Ellos sí habían conseguido una mayoría. La utilizaron para subir las alícuotas de bienes personales para los contribuyentes más acaudalados. Ese aumento era una atribución por la que el Poder Ejecutivo debía pedir autorización año tras año. Desde anteayer se volvió permanente. Los que habían impulsado la sesión se mostraron sorprendidos. Aun cuando algunos de ellos habían sido advertidos la noche anterior de que Massa intentaría recuperar algunos de los ingresos que perdió el Estado con el rechazo del presupuesto. El lunes por la tarde había circulado la versión de que Massa se había comunicado con diputados de la oposición para adelantarles la jugada.
¿A qué se debió la mala praxis opositora? Difícil saber cuál es la alternativa más lamentable. Si hubo un acuerdo secreto con los gobernadores de Juntos por el Cambio, que se beneficiarán de la mayor recaudación, o si el Gobierno consiguió aumentar un impuesto porque sus rivales estaban distraídos. Hay un rasgo principal de la clase dirigente que debe ser tenido en cuenta para comprender por qué las cuestiones tributarias pueden quedar libradas al azar: muchísimos integrantes de esa élite, entre los que se encuentran importantísimos y opulentos diputados, viven en negro desde hace muchos años. Son ellos los que fijan los impuestos.
El oficialismo exhibe a veces una picardía casi superior a su desprolijidad. Massa contrarió una regla básica del ritual parlamentario para introducir desde el estrado de la presidencia un nuevo artículo en la ley que se estaba discutiendo. Era una rebaja en el impuesto a las Ganancias para los sectores de menos ingresos, que se incorporaría a la Ley de Bienes personales. Massa rompió el récord de su propio desparpajo: legisló sobre un tributo en una ley que se refiere a otro. Todo en un clima descuidado, en el que los legisladores son llamados por su nombre de pila. Hay que entender los deslices litúrgicos del presidente de la Cámara: ya no tiene a Marta Luchetta, secretaria parlamentaria que le evitaba hacer papelones en un cargo que fue ocupado por maestros del oficio, como Juan Carlos Pugliese, Alberto Pierri, Rafael Pascual o el mismo Emilio Monzó. Ahora el preceptor de Massa es un subordinado suyo, Eduardo Cergnul, que debe ocuparse de otras urgencias en la vida de su jefe.
El balance: Juntos por el Cambio empató con el Frente de Todos en un torneo de desaguisados parlamentarios. El Frente forzó a votar el presupuesto cuando no tenía mayoría. Y lo hundió. La oposición llamó a una sesión para quedar en minoría y, de ese modo, sirvió la mesa para que el Gobierno aumentara un impuesto que castiga a su propio electorado. El reflejo de este ambiente está cifrado en una estadística: como consignó el economista oriental Aldo Lema, durante 2021 se tramitaron en Uruguay cerca de 12.000 residencias de argentinos, lo que casi quintuplicó el promedio anual registrado en 2015-19.
La reacción más inmediata frente a esta falta de orientación opositora es atribuirla a un déficit de organización en la conducción política. La horizontalización de Juntos por el Cambio no degrada solo la calidad de la acción parlamentaria. Sus efectos se notarán también en el Consejo de la Magistratura. La Corte obligó al organismo a volver a la composición anterior antes del 15 de abril. El cumplimiento de esa decisión ha desatado una crisis de derivaciones desconocidas. En ningún estamento se ponen de acuerdo respecto del criterio para elegir a los nuevos miembros que exige la adecuación. Todo el proceso estará judicializado y, es muy probable, a partir de ese 15 de abril no habrá más Consejo. En el camino, los abogados de Juntos por el Cambio comienzan a organizar sus candidaturas. Uno de los criterios de ese juego es inquietante: quienes quieran competir deberán hablar, entre otros, con Juan Sebastián De Stéfano. Fue el representante de Daniel Angelici y de Darío Richarte en la controvertida AFI de Gustavo Arribas. Angelici y Richarte han sido los principales gestores del fallo de la Cámara Federal según e cual el espionaje ilegal que ejecutó el espionaje de Arribas fue obra de simples cuentapropistas. Una tesis irrisoria pero indispensable para dejar a salvo a Arribas y, con él, a Macri.
El papel de la oposición en el terreno judicial es crucial en estos tiempos: también Cristina Kirchner consiguió impunidad en la causa donde se investiga el presunto lavado de dinero en sus hoteles, gracias a que Cristóbal López y Fabián de Sousa fueron exculpados por sus escandalosos negocios con impuestos. En las próximas horas la vicepresidenta podría verse librada de las salpicaduras que le cayeron encima por el comportamiento de Lázaro Báez, acusado de ser testaferro de su esposo.
Para dotar a la posición opositora de cierta coherencia ante estas encrucijadas, sobre todo en el terreno parlamentario, en Juntos por el Cambio resolvieron organizar un directorio ejecutivo. Lo integrarían los presidentes de los partidos (Patricia Bullrich, Morales, Maximiliano Ferraro); Mauricio Macri, por ser ex presidente; los jefes de bloques parlamentarios (Negri, Ritondo, Juan Manuel López, Luis Najdenoff, Humberto Schiavoni), de interbloques (Alfredo Cornejo, hasta que se cubra la vacante de Diputados), y los gobernadores (Rodríguez Larreta, Morales, Gustavo Valdés, Rodolfo Suárez). Es una apuesta razonable: en vez de confiar, por ejemplo, en que 116 legisladores librados a sus propias pulsiones encuentren una orientación común, se ensayará el mismo experimento pero con solo 14 dirigentes.
El desafío de esa dirección colegiada es monumental. Deberá, como mínimo, disimular la disputa que se ha desatado en la oposición. Porque lo que afecta a Juntos por el Cambio no es un problema de organigrama. Es una crisis de liderazgo que dispara una batalla de varios frentes por el poder. Ya quedó expuesto el duelo radical entre dos líneas identificadas con Morales y Lousteau. En Pro también hay peleas familiares. La más novedosa se inauguró el último lunes: en las oficinas de su mano derecha Federico Salvai, María Eugenia Vidal comenzó a esbozar su precandidatura presidencial, acompañada por Ritondo, Gustavo Ferrari y Alex Campbell. Es una ruptura con Larreta. Histórica.
El conflicto Vidal-Larreta ya se insinuaba en un enfrentamiento entre sus epígonos, Ritondo y Diego Santilli. Ritondo, en una alianza tácita con el nuevo ministro de Gobierno porteño Jorge Macri, está dejando tierra arrasada en el viejo imperio municipal de Santilli. Destronaron a Bruno Screnci, encargado de algunas de las efectividades conducentes del “Colorado”. Le prometen un caramelo de plástico: ocupar un cargo en el directorio del Banco Provincia de Axel Kicillof. Casi un insulto. La rivalidad de Jorge Macri con Santilli terminó de desbordar con la candidatura bonaerense del exvicejefe de Gobierno. Todavía queda una colina preciadísima: el Ceamse, basural donde conviven Santilli y los Moyano. Quienes conocen los sótanos del Pro dicen que a Santilli y a Jorge Macri sólo podría reconciliarlos un amigo común: el “Mosquito” Gustavo Menayed, gerente del grupo Portland, cuya marca figura en el controvertido edificio que Nicolás Caputo construye en Libertador y Bullrich. El ecumenismo del ladrillo.
Caputo es otra llave para acceder a la intimidad de las discordias de la oposición. El hermano de la vida de Mauricio Macri hoy está alineado con Larreta. Por encima de esta zona inaccesible del conflicto, opera otra controversia. No tiene que ver con el diseño del “equipo”. Tampoco con los intereses materiales de la dirigencia. Larreta y Macri están enfrentados por problemas de concepto. Macri es muy sensible al desafío que representa para Juntos por el Cambio, sobre todo para el Pro, la aparición de una derecha mucho más nítida y agresiva, protagonizada por Javier Milei y José Luis Espert. Él aspira a contener a los votantes que se pueden sentir atraídos por esa seducción externa. En ese intento, no tiene otro rumbo que la radicalización. Y la radicalización opositora, como es lógico, acentúa la crisis del Gobierno. Da la casualidad de que esa crisis beneficia a Macri en su carrera personal, que él declara inexistente, hacia el poder.
Larreta piensa otra estrategia. Supone que los que se tientan con Espert o con Milei estarán, al fin y al cabo, obligados a votar a Juntos por el Cambio en una polarización con el oficialismo. El universo a seducir es otro: el de los desencantados de Alberto Fernández y Sergio Massa. El voto frustrado por el peronismo. El afán por capturar a ese electorado obliga a Larreta a marchar hacia el centro. Esa orientación supone sostener el status quo perezoso y mediocre sobre el que reina, con la corona abollada, la actual administración. Da también la casualidad de que la perpetuación de una agonía sin colapso beneficia a Larreta. Una tormenta podría reordenar toda la política y desalojarlo del podio de popularidad que hoy ocupa por sobre el resto de la dirigencia.
En el corazón del desafío opositor está la necesidad de encontrar una síntesis en esta divergencia. Es una tarea trabajosa porque en el diálogo entre políticos lo primero que se suprime es la sinceridad. Sobre todo, cuando esos políticos quieren lo mismo.
El fondo de este paisaje invertebrado es una abstención electoral histórica. La pérdida del 10% de los votos que sufrió Juntos por el Cambio en los últimos dos años. El desencanto y la emigración. El corrimiento hacia los extremos en las opciones electorales. Los partidos de la oposición ganaron las elecciones. Y muchísimos factores hacen presumir que podrían ser el próximo gobierno. En esa perspectiva están siendo evaluados. En especial en los próximos meses, que serán decisivos para el país. Resulta bastante claro que el kirchnerismo, en medio un ajuste, está amenazado por un fin de ciclo. Pero el año 2023 no está escriturado para nadie. Dicho de otro modo: no debe para nada descartarse que la actual dirigencia opositora, que está expuesta desde hace muchos años, también sufra la amenaza de un ocaso.
Por: Carlos Pagni