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Vender normalidad a cualquier precio

El Gobierno nacional busca desentenderse de las consecuencias por haber impuesto la cuarentena más larga del mundo

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Calles vacías durante la cuarentena en Tucumán
Descacharreo

Después de haber apostado a una sobredosis de cuarentena, el Gobierno parece empeñado ahora, al ritmo de las encuestas, en “vender normalidad” a cualquier precio. Se intenta dar vuelta la página como si acá no hubiera pasado nada. Pero empiezan a aflorar, por todos lados, los traumas de un encierro que ha dejado heridas muy profundas en el tejido social y que el poder, con indolencia, se ha negado a reconocer.

Volver a las escuelas, a las oficinas, al encuentro social o a la actividad comercial no será un proceso sencillo ni lineal. Lo empiezan a registrar los estudios y relevamientos sobre el comportamiento social, pero, más allá de cifras e indicadores, se percibe en el ánimo y la conversación cotidiana. Hay una sociedad cargada de angustia, agobiada por el impacto psicológico de la incertidumbre

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Pero también desarticulada en sus rutinas y marcada por una crisis que, como pocas veces, tiene una dimensión económica y a la vez emocional. Hubo muchas alertas desatendidas sobre el impacto de la cuarentena eterna. El Gobierno no quiso mirar más allá del fundamentalismo sanitario, y hoy aparecen los costos que en su momento se minimizaron. La sociedad comienza a pagar la factura de un descalabro generalizado.

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Uno que arrasó con estructuras laborales, con equilibrios familiares y con certezas básicas de la organización social. Hoy el Gobierno parece negar la paternidad de la cuarentena indefinida y del cierre de los colegios. Pasó de “la normalidad no existe más”, textual del gobernador bonaerense, al intento de clausurar la pandemia por decreto. Las incoherencias quedan cada vez más en evidencia y hasta alcanzan extremos grotescos.

Se apostó, sin medir las consecuencias, a un cierre más prematuro y prolongado que el que asumieron sociedades más ricas. Se estimuló el miedo en una sociedad desconcertada. Y se creó la ficción de que podíamos “ganarle al virus” si nos encerrábamos indefinidamente en nuestras casas. No se quisieron ver los daños colaterales ni se aceptó una mirada más abarcadora y multifacética del problema.

Hoy, como era previsible, tanto despropósito empieza a pasar factura. Nada de eso atenuó la tragedia descomunal de la pandemia. Somos uno de los países que han llorado más muertes. La misma rapidez y dureza que el Gobierno exhibió para el encierro se convirtieron en morosidad e ineficacia para encarar un plan de vacunación. Ahora sabemos que, además del vacunatorio vip, han funcionado otras excepciones como las visitas a Olivos, en plena cuarentena dura.

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Un gobierno que ha revoleado el serrucho, sin tomar nunca el bisturí para intentar cierres y aperturas quirúrgicas, ahora pretende dar vuelta la página de la cuarentena sin hacerse cargo de los estragos que ha provocado. Ante un poder que se mira el ombligo, la sociedad enfrenta el desafío de curar sus propias heridas. Harán falta muchos liderazgos ciudadanos, mucha fortaleza y mucha paciencia colectiva para que tantas llagas empiecen a cicatrizar.

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