La vocación de sumatoria de intereses por el consenso que muchos en el peronismo creyeron encontrar en Alberto Fernández se diluyó muy rápido, pero nunca se perdió por completo. No porque el Presidente vaya a restaurar esa insinuación, sino porque otros aspirantes a sucederlo creen en un rearmado de los sectores internos del poder. Otra vez, para variar, Sergio Massa teje su ilusión de ser presidente con la idea de que el kirchnerismo será su socio.
Y de que, incluso, se quedará con la provincia de Buenos Aires. Sin embargo, en el Instituto Patria lo ven como un aliado al que nunca le confiarán más de lo que ya tiene. El presidente de la Cámara de Diputados es, por estilo, la contracara de Cristina Kirchner. Ella espera retener el poder por la vía áspera, domesticando otra vez al aparato peronista para mantenerlo bajo su control.
Entre los que prefieren un perfil más negociador, similar al camaleónico de Massa, hay al menos dos miembros de la fila de gobernadores, el actual jefe de Gabinete, Juan Manzur, y el sanjuanino Sergio Uñac, que en algún momento de este año tratarán de instalar sus aspiraciones nacionales. Cristina Kirchner tiene por ahora la ventaja del magnetismo que ejerce sobre los dirigentes del peronismo y la audacia de su iniciativa política.
Aunque su clientela electoral se acote cada vez más a una zona específica del colapsado conurbano bonaerense. Es materia de especulación que la vicepresidenta logre perforar la cápsula en la que empolla un modelo de alineamiento con los autoritarismos de la región y el mundo para atraer nuevos adherentes. Como un espejo, Juntos por el Cambio reproduce el mismo fenómeno, al que más por pereza que por precisión algunos llaman “halcones” y “palomas”.
Como si la forma de vincularse al oficialismo fuese la única forma de identificar a los dirigentes opositores. Si es verdad que la mayor o menor intransigencia respecto del kirchnerismo es una variante visible, también empieza a verse con mayor claridad que la construcción para alcanzar el poder tiene formas diferentes entre los tres o cuatro dirigentes que aspiran a devolver a Juntos por el Cambio al gobierno.
Horacio Rodríguez Larreta ya no oculta que su apuesta será acumular más allá de los límites del antiperonismo y entrar hasta donde pueda al territorio del oficialismo. Está convencido de que una coalición por encima de los votos que eventualmente obtenga será necesaria para hacer las reformas imprescindibles. A quien quiera escucharlo, el jefe de gobierno porteño habla de comandar un gabinete con actuales gobernadores peronistas como ministros, además del elenco ya conocido de miembros de Juntos.
Lejos de Macri, Larreta dice haber tomado nota del costo inoperante de pactar leyes con el peronismo de los gobernadores que terminaron siendo solo socios en las ganancias, para plegarse al final a Cristina. El expresidente encarna la versión más intransigente de Juntos y va por una revancha sostenida en la idea de que la sociedad comprenda que el peronismo fracasó en forma rotunda.
Patricia Bullrich es la versión más nueva de esa misma apuesta, con la ventaja de que no tiene que pagar el costo de haber fallado en un intento de reelección. La exministra se maneja con la comodidad de saber que no tiene nada para perder y, tal vez, algo para ganar. Mientras tienta a la suerte para ver si acierta en el sorteo del anarco-libertario Javier Milei, mantiene una no menos curiosa sociedad con el nuevo jefe del radicalismo, Gerardo Morales.
Y es que, al jujeño, la idea de ser presidenciable lo lleva a una elevada como peligrosa exposición pública. Socio de Sergio Massa en tiempos no tan lejanos, Morales cuenta con la inestimable ayuda del kirchnerismo duro, que, inquieto por limar todo lo posible a Rodríguez Larreta, en pleno verano y en coincidencia con el lanzamiento nacional del gobernador jujeño, repuso el reclamo por la libertad de Milagro Sala. Y es que lo que para unos es muy bueno para otro puede ser muy malo.