Ya nos acostumbramos a que el Presidente diga una cosa y haga otra, que cuente una realidad que nada tiene que ver con la que vivimos diariamente. Si bien últimamente esto se hizo más notorio, el momento de mayor irresponsabilidad entre su relato y la cruda realidad se vivió durante la pandemia, donde nos mostraba como ejemplo en el mundo mientras las pésimas decisiones en la compra tardía de test y de vacunas generó una ola de contagios y muertes que pudieron ser menos si se actuaba con la responsabilidad que la hora exigía.
Alberto Fernández siempre habla, pero no repara, no asume, no dirige, nos cuenta un país que le gustaría que seamos, pero gobierna para construir otro embanderado en un modelo decadente, donde se obturan diariamente los caminos y las salidas que buscan los argentinos. Todo termina siendo en función de ese pequeño espacio de poder que el Presidente tiene dentro de la coalición que lo sostiene donde, claramente, él representa a muy pocos.
Estuvo una semana peleándose públicamente con un participante de Gran Hermano, mientras su gabinete atravesaba una diáspora de funcionarios, haciendo honor a ese viejo apotegma para definir la soledad de un líder en declinación: “En política, los amigos te acompañan hasta la puerta del cementerio, pero dejan que entres solo”. Alberto Fernández no pudo detener la salida de ninguno, ya no tiene espaldas para hacerlo y pareció más preocupado en defenderse de una ofensa de parte de un participante de un reality show que en ordenar su gabinete.
Todos los líderes, los presidentes, tienen momentos de su gestión donde tienen que mostrar una madera distinta al resto de la política, eso que se conoce como “grandeza”, se trata de ponerse por encima de los problemas políticos internos, sobre todo los que acontecen en su espacio, tomar distancia de la puja de poder que inevitablemente sucede a su alrededor y hablar con sinceridad, asumiendo la realidad, sus errores y desafíos y reconociendo imposibilidades.
Claro que la Argentina vive en una situación de extrema gravedad social y económica, pero la grandeza mencionada y requerida en los líderes necesita imperiosamente de la adversidad. Alberto la tuvo, la tiene, pero eligió enfocarse en sobrevivir dentro del proyecto político que encarna en lugar de dedicarse a diseñar y gobernar un proyecto de país. Esto se vio claramente en el Presupuesto 2023, recientemente aprobado por la cámara baja.
Es un presupuesto para amigos, donde se intentó castigar al Poder Judicial con el gravamen de ganancias, pero a la vez se beneficia a los camioneros con un privilegio. Acordar con los Moyano tiene un costo fiscal y lo que no se recauda por un lado se recauda por otro. El IVA del paquete de fideos que compran los jubilados, que cobrando la jubilación mínima viven por debajo de la línea de la indigencia, paga ese beneficio para las corporaciones amigas del poder.
También hay castigo a la clase media con el nuevo impuesto a los tickets de vuelo; nunca se les cae una idea que no sea generar más y más impuestos y tasas, jamás revisan algo del gasto político, por ejemplo: la innecesaria y vergonzosa comitiva de 48 personas que acompañó al Presidente a New York a la Asamblea de la ONU. Es un ejemplo, pero hay más, como que ni siquiera se animan a revisar otros beneficios y subsidios a provincias y sectores amigos del poder.
Una de las grandes deudas políticas que arrastra nuestro país desde hace varios años es el debate acerca de la transformación del modelo de desarrollo económico, que hace tiempo demostró ser incapaz de ofrecer una vida digna para la mayoría de la población. Necesitamos construir una nueva etapa, y para eso se requiere una profunda discusión acerca de cómo transformar radicalmente la economía, cómo establecer políticas fiscales que le den al Estado la capacidad de invertir y gastar en la protección social de la población.
Pero reactivando al sector privado, ofreciendo reglas de juego claras para la inversión, para la generación de empleo con salarios acordes a las necesidades básicas de la sociedad. Hoy estamos muy lejos de eso, porque falta un líder que sea capaz de construir consensos, que sea creíble en sus intenciones. Resulta más más importante su credibilidad que el contenido de la propuesta, ya que en un debate sincero y sin egoísmos, ésta puede ser modificada. Con Alberto Fernández, y luego de casi tres años de gestión, esta discusión parece más lejana que antes.
Es por eso que, si hay algo que dejará esta presidencia, más allá de un país inmerso en una crisis aún peor que la conocida cuando asumió en 2019, es la carencia de grandeza política para ejercer su rol que tiene el primer mandatario. Bueno es recordar a William Shakespeare, que supo señalar: “No hay que temerle a la grandeza, algunos nacen grandes, algunos logran grandeza, a algunos la grandeza les es impuesta y a otros la grandeza les queda grande”. Quizás esto último sea lo que caracterizó de mejor manera a nuestro presidente.