En tres años de gobierno Alberto Fernández no aprendió a hacer cambios ministeriales sin desgaste. Mejor dicho. En tres años de gobierno Alberto Fernández no aprendió. Punto. En este último capítulo, primero renuncia la ministra de la Mujer y después es el propio gobierno el que dejó trascender que junto a ella se irían el de Trabajo y el de Desarrollo Social (¿Con qué necesidad publicitarlo si aún no estaban los reemplazantes?).
En ese marco, el Presidente reitera un ya clásico de su mandato: subordinados que en vez de ser fusibles le hacen pagar costos, largos paréntesis entre el saliente y el entrante que paralizan la gestión y un sinfín de operaciones internas cruzadas que solo suman al desgaste político de un gobierno que hoy parece sostenido sólo por el voluntarismo de Sergio Massa y el silencio condescendiente.
Elizabeth Gómez Alcorta se dio el lujo de irse ofendida por lo que consideró como desmesurada represión a las mujeres mapuches cuando perfectamente podría haber sido echada mucho antes por las críticas de los movimientos feministas a su falta de gestión y a su increíble sub-ejecución presupuestaria. Pero no. Con su renuncia indeclinable enfrentó al Presidente con una de las tantas paradojas de un gobierno que se pretende progresista.
Es decir, reprimir mujeres con chicos y abandonar en una celda fría a una embarazada a punto de parir. Está claro que la ministra pensó más en su imagen personal que en la del Presidente. Así lo dejó claro en la carta de renuncia. Epístola que no alcanzó el volumen de su predecesor en el estilo, Martín Guzmán, pero que emuló en las formas. ¿Y por qué no copiarlo si es todo ganancia?
Es que en el universo albertista nada tiene costo. Sino que lo diga el ex ministro de Economía quien después del desplante que le hizo al gobierno volvió a chatear y dialogar con el Presidente de la Nación como si nada hubiera pasado. En ese marco, el diálogo no responde a saldar cuentas pendientes ni mucho menos. Parece destinado sólo a tener otra mirada del actual rumbo económico.
Ahora bien. Imaginemos por un instante el dolor de estómago que puede sentir Massa que se sentó sobre la brasa caliente de un ministerio estallado a tratar de enderezar el barco si se entera que Alberto intenta monitorear su gestión con el que huyó y dejó el gobierno a la deriva… Parece y es un despropósito. El mismo que cultivan los que trabajan sobre la imagen presidencial cada vez que mandan medir diariamente los segundos televisivos que cada canal reproduce de los actos del Presidente versus los de su ministro plenipotenciario.
Pero esos no son los únicos gestos de inseguridad personal que tuvo Fernández en las últimas horas. El más letal, el que claramente fue un tiro a sus pies, fue la manera en que promocionó durante todo el fin de semana que elegiría a sus tres nuevos ministros “sin consultar a Cristina”. Está claro que la última vez que conversaron el Presidente y la vice fue el 2 de septiembre, el día después del atentado, en que Alberto visitó a Cristina en su departamento de Juncal y Uruguay.
Tan claro como que fueron infructuosos los intentos porque volvieran a un diálogo cotidiano. Por eso hoy Massa no sólo sostiene sobre sus espaldas el control del ministerio de Economía, Producción y Energía, sino que es el virtual correveidile entre ambos. Mejor dicho. No lleva y trae porque lo dejó claro desde el inicio y se negó a ocupar ese rol. Pero sí consensúa, o mantiene informados a ambos en el día a día.
Está claro que el Presidente no encuentra su lugar en el último armado de poder. Pero más claro está que no hay conciencia de la fragilidad del momento económico. Mientras Cristina Kirchner describe la Argentina de hoy como si ella no fuera partícipe necesaria y responsable principal, Alberto Fernández vuelve a moverse en sus nimias rencillas internas de poder como si ya no hubiera peligro. Un abismo los separa. El mismo abismo que los hunde a ambos en este peligroso final de mandato.