Que individuos que arrastran problemas con la Justicia e incluso estuvieron presos por cometer delitos hagan una manifestación en Tribunales para despotricar contra la Corte Suprema tiene cierta lógica, aunque no es algo frecuente. Lo curioso del acto de ayer es el acompañamiento político y sindical de sectores oficialistas del ala kirchnerista. El gobierno pretendió presentar esa participación como una iniciativa ciudadana para no hacerse cargo del pedido de las cabezas de los miembros de la Corte Suprema, extremo oficializado en el documento del acto.
Pero las imágenes de la televisión desmintieron al gobierno: no hubo ninguna impronta ciudadana a la vista; la espontaneidad no era lo que relucía. Salvo por la languidez de los oradores y la baja estatura política de quienes pasaron por el escenario, fue un típico acto peronista, con decenas de colectivos contratados para movilizar militantes, bombos, pancartas, cánticos organizados y el acostumbrado desprecio por la circulación en el centro de la ciudad, que resultó caótico.
Los dos reclamos convocantes, el fin del “lawfare” y la “democratización de la Justicia”, dejaron claro el sello de agua de Cristina Kirchner, cuya abogada Graciana Peñafort, quien a la vez es directora de Asuntos Jurídicos del Senado, sobresalió en primera fila. En algunas causas en las que fue procesada, no en todas, Cristina Kirchner usó para su defensa la idea de una conspiración de jueces y medios de comunicación para perseguirla penalmente por razones políticas y habló de “lawfare” para nombrar infinitas veces la supuesta persecución, por lo que el neologismo quedó indisolublemente asociado con su situación personal.
Otro tanto ocurre con la expresión “democratización de la Justicia”, que a la vez involucra a la Corte Suprema. Sucede que así llamó el gobierno kirchnerista en 2013 a la reforma judicial que la Corte terminó volteando tras declarar inconstitucional el núcleo. Es extraño que se hable ahora de democratizar la justicia como algo novedoso cuando bajo esa denominación fueron aprobadas por el Congreso hace ocho años media docena de leyes que poco más tarde la Corte no permitió aplicar.
No hay duda de que la Justicia, en particular el fuero penal, funciona mal ni que el ciudadano de a pie está lejos de ser un gran beneficiario de la administración de servicios judiciales. Pero la protesta fue dirigida contra la Corte, que según el presidente Alberto Fernández tiene “un problema de funcionamiento”. Fernández de eso sabe. Tal vez en lugar de mirar un fotograma haga falta prestarle atención a la película entera.
El kirchnerismo siempre tuvo enemigos rotativos. Esta rutina de arrojarle dardos venenosos al enemigo que impide la felicidad del pueblo, cualquiera fuere, ya va por la tercera década. No puede sorprender. Aunque la figura de los dardos tal vez derroche sutileza tratándose de kirchnerismo, porque puede pasar que se invite a purgar el odio con el ritual nada metafórico de escupir en Plaza de Mayo las fotos de un seleccionado de periodistas.
Un juego de espejos que exuda un descaro descomunal pero que igual que otros absurdos del siglo XXI se vino integrando al paisaje. Jactanciosos miembros de esa clase media a la que fustigan, así como viven en Barrio Norte, en Puerto Madero y son millonarios encantados, desde el poder crucificaron jueces a los que antes arrullaron. Acomodar en la mira a los enemigos que rotan es una acción política desacoplada de dogma alguno. No hay dogma, no interesa la coherencia, no incomoda la contradicción, basta el relato.
Para el kirchnerismo, cuyo logro más extravagante consiste en haber convertido las causas de corrupción de un grupo en una cuestión principista colectiva, el propósito esquivo de controlar a la Corte se volvió más acuciante a medida que las complicaciones judiciales de Cristina Kirchner ascendían. En simultáneo los métodos toscos del ministro de Justicia Martín Soria, puesto precisamente para dormir o evaporar las causas de la corrupción kirchnerista, no dieron resultado.
Hay, en definitiva, tres posibilidades con el acto de ayer. Que inaugure una campaña dirigida a desprestigiar a la Corte Suprema, que desahogue al kirchnerismo que llama presos políticos a los ex funcionarios y dirigentes juzgados por casos de corrupción o que sólo haya servido para poner en evidencia la debilidad argumental del cuestionamiento a los miembros del más alto tribunal.