En los últimos meses el Gobierno multiplicó sus oponentes. Alberto Fernández denunció que Estados Unidos no ayudó en las negociaciones con el Fondo y luego se desdijo, también criticó al FMI, a los mercados, a los bancos, a los que ahorran en dólares, a los supermercados, a la Corte Suprema y el resto del Poder Judicial, a los legisladores de Juntos por el Cambio.
Pero también a los vecinos de la Ciudad de Buenos Aires, a las fábricas de alimentos y a los productores agropecuarios, entre una larga lista de adversarios. Además, por supuesto, denunció que los medios de comunicación buscan perjudicarlo, una práctica que heredó de Cristina y Néstor Kirchner.
Según ese argumento, cuando los periodistas informan sobre los actos del Gobierno, sobre la escalada del dólar blue, sobre las peleas dentro del oficialismo, el ritmo creciente de la inflación, el tembladeral en que se convirtió el gabinete o el aumento de la pobreza no están proveyendo datos importantes a sus lectores, sino desestabilizando al Presidente.
El kirchnerismo ya está empezando a mostrar poco interés en la tregua que escenificaron en las últimas dos semanas Alberto Fernández y Cristina Kirchner. Según quienes conocen el contenido de las conversaciones, en las dos reuniones que mantuvieron el Presidente y la vice junto a Sergio Massa se avanzó muy poco en el plan de reformular el gabinete.
Justamente, es lo que impulsaban los dos miembros del oficialismo con sillas en el Congreso. En esos encuentros reservados, Alberto Fernández insiste con su práctica de implementar siempre la mínima cantidad de cambios posible. Eso lo pone en una situación muy complicada, porque le impedirá salir fortalecido de una eventual modificación de funcionarios.
Y es que se trata de un recurso que siempre prefieren tener a mano los presidentes. Alberto Fernández se puso en el lugar opuesto a sus colegas del mundo y de la historia. En su caso, cualquier modificación será leída como un cambio contra él en lugar de una muestra de su poder.