Las últimas conferencias de la portavoz –en días de singular zozobra por la delicada crisis política y económica que agobia al país– reforzaron la actitud de intolerancia con sarcasmo y descalificaciones hacia los periodistas. Con impostada suficiencia, la funcionaria desautorizó la pregunta de una cronista sobre rumores de renuncia del Presidente y mandó a “cambiar de supermercado” a un profesional que la consultó sobre los aumentos de precios.
No fueron reacciones aisladas, sino partes de una colección de hostilidades que se ha convertido en la marca de su gestión. Más allá de lo chocante que pueda resultar el tono de tosca altanería, las reacciones de la vocera oficial traducen desconexión con la realidad y falta de sensibilidad para interpretar las angustias de la ciudadanía. ¿Todos los ministros se sienten identificados con ese tono zumbón que desprecia y subestima las preocupaciones de la sociedad?
La pregunta surge detrás de un protagonismo que, a falta de diferenciaciones, hoy amenaza con expresar el tono general del Gobierno. ¿De quién se burla la portavoz cuando manda a un periodista a cambiar de supermercado y ridiculiza la inquietud por la inflación? Se burla de la propia sociedad, que espera del Gobierno comprensión y explicaciones, no displicencia y negación.
Además, cuando el poder señala a un periodista con el dedo –como ya ha hecho varias veces la vocera–, se incurre en una forma no demasiado sutil de intimidación. Cualquier funcionario está en su derecho de no contestar una pregunta, o de dar su visión de las cosas, marcando aun discrepancias con apreciaciones u opiniones de la prensa. Lo que no tiene es derecho al atropello ni a la descalificación del que interroga con profesionalismo y respeto.
Cuando desde el poder no se reconoce ese límite, se transgreden normas de urbanidad y de buen gusto y se debilita la convivencia democrática. No comprender el rol de la prensa independiente es no comprender las reglas del sistema republicano. Ver en el que pregunta a un contrincante, y tratar de herirlo con el filo de una ironía vulgar, no es propio de un servidor público, sino de alguien que se permite el abuso de poder y que hace valer su posición dominante.
El problema, en definitiva, no es la portavoz, sino lo que ella representa: una concepción sectaria, autoritaria y a la vez incompetente, que se ha enquistado en el poder. Sus descalificaciones, ante la incomodidad de tener que responder preguntas, no desentonan con las de un presidente que ve “idiotas”, “conspiradores”, “especuladores” y “golpistas” por todos lados, ni con una vicepresidenta que humilla a propios y ajenos en un revoleo de juicios altisonantes.
La portavoz no les habla a los ciudadanos, sino a sus jefes, que –aún divorciados– quizá se unan en el festejo de las estocadas contra la prensa. Lo curioso es que oficialistas que no comparten esa cultura ni esos rasgos no logren despegarse de tanta intemperancia. La Argentina merece una portavoz de la cordura, que exprese la cultura del diálogo, de las normas, del respeto por el otro y de la aceptación civilizada de las diferencias y el debate.
¿Tan difícil es bajar el dedo, ejercitar la escucha y responder e informar con seriedad y vocación de servicio? Se trata, simplemente, de rendir cuentas de los actos de gobierno. En ese ejercicio tan elemental como sencillo tal vez radique uno de los desafíos primordiales de nuestro tiempo. Una voz serena, confiable y mesurada, aportaría, desde el poder, mucho más que un cambio de estilos y de formas. Ayudaría a tender puentes y cicatrizar heridas, en un país que ya no resiste más intolerancia y más antagonismos.