Argentina ha profundizado su perfil de país distópico. Nos acostumbramos a ver cómo se desvanece nuestra calidad de vida. En este contexto la vida cotidiana resulta muy difícil de ser vivida. El solo hecho de salir a la calle hoy es toda una aventura a consecuencia del creciente nivel de violencia social (lo sucedido en el Country San Vicente donde se torturó con ensañamiento a una familia no debe ser pasado por alto).
Son pocas las excepciones que podemos encontrar entre la podredumbre que habita tanto la política como la función pública que no hagan ingrato el día a día de un pueblo agotado e indignado. Si bien las fronteras físicas son claras, no sucede lo mismo con las fronteras morales y éticas, convertidas en sillas muy incómodas para quienes deben sentarse en ellas. La dirigencia política se ha hecho rica a expensas de las arcas públicas.
El mayor inconveniente que enfrentamos hoy es la ausencia de un proyecto de país. No tenemos un futuro cierto por delante, reglas claras a las que atenernos y que permitan tanto la inversión como el crecimiento. La patria es más importante que los negocios, pero sin estos no hay patria que prospere. Dependerá de quién gane en 2023 ver si recuperamos el sendero de la normalidad o si seguimos dando giros de 180 grados con cada nuevo inquilino del sillón de Rivadavia, lo que nos transforma en un país inviable.
Los ciudadanos deberíamos, en alguna medida, cumplir el rol de “La Policía de la Memoria” pero al revés, ya que solemos olvidar lo que pasa con preocupante frecuencia. Los relatos salvajes de la política argentina son tan arbitrarios como contradictorios, pero “La Policía de la Memoria” debe ser implacable. Por caso todo lo que dijo Alberto Fernández sobre el gobierno de la entonces Presidenta Cristina Kirchner, para luego desdecirse explicando lo inexplicable.
El precio fue caro: su dignidad y credibilidad. Las atribuladas justificaciones sin fundamentación valedera alguna, sólo buscan darle oxígeno a un relato que lo pide a gritos. Los argentinos hemos creado nuestro propio “micromundo”, cada vez más pobre y carenciado, con más cortes de luz, con menos inversiones y más hipocresía. Pero pareciera que esto no le preocupa a la casta dirigente que se ha enriquecido, en la misma medida en que se fue empobreciendo la mitad de la población.
Una cosa es consecuencia de la otra. Ya aprendimos, pandemia mediante, que la corrupción mata. Empezamos la pandemia con ocho millones de pobres, cifra que en 2022 superamos con creces por varios millones más a consecuencia del pésimo gobierno de Alberto, donde todo lo que se podía hacer mal, se hizo peor. Terminamos 2021 alcanzando el triste récord histórico de pobreza con personas que trabajan, pero no llegan a cubrir sus necesidades mínimas.
Con la democracia actual no se está comiendo, educando y trabajando. Entre el impacto de la pandemia y la catastrófica administración del actual gobierno quedamos al borde del colapso de la economía y por ende del Estado, sometidos a una clase dirigente preocupada sólo en sus propios problemas. Los argentinos hemos hecho de la hipocresía el “nuevo” dulce de leche. La fragilidad actual del país nos enfrenta a un potencial colapso del Estado.
La gravedad de lo anterior pareciera no importarle a quienes tienen la responsabilidad de dirigir el país donde los perros (que somos los ciudadanos) somos recurrentemente orinados por los árboles. La posibilidad de que explote un conflicto interno, la ruptura de la seguridad jurídica y la erosión de las instituciones está a la vuelta de la esquina. Recordemos que sí hace unos pocos días nevó en el desierto del Sahara, todo puede pasar.