¿Por qué irían a cambiar las cosas sólo por la magia de un cambio de almanaque? Se trata, y todo el mundo lo sabe, de una convención apropiada para los deseos de fin de año. Para decirse cosas que normalmente no nos decimos. O que no estamos acostumbrados a decirnos, de las buenas y de las malas. Pero lo que no pega un vuelco es la vida real. Muestra de estos días son dos casos diferentes pero que en un punto se tocan.
El de la profesora de yoga atropellada, poco menos que asesinada, en Palermo, y el de la jueza de Chubut que anda a los besos y haciendo selfis en la cárcel con un delincuente que el resto del tribunal condenó, pero no ella. Tenemos entonces a alguien que, con su auto a toda velocidad, atropella a un pelotón de ciclistas, mata a una mujer, deja el tendal de heridos y se toma su tiempo para sacar sus cosas del auto, cargar la mochila al hombro e irse con toda naturalidad.
No puede ser nuevo, debe tener mucho odio adentro. A José Carlos Olaya González, de 32 y sin trabajo conocido, la enorme tragedia que provocó no le movió un pelo. No lo manejaba el alcohol, sino la droga, algo más o menos nuevo entre tanto viejo. Entre lo viejo: había sido condenado a seis años y nueve meses por robo y uso de armas de guerra. Quedó libre a los tres años, volvió a caer por otros delitos y condenado a dos años y 6 meses. Salió enseguida.
Tener este tipo de antecedentes es, posiblemente, tener buenos antecedentes en esos círculos de desprecio y odio a los demás. Olaya González tiñó de sangre una mañana de paz. Mató y abandonó como si fuese la cosa más normal del mundo. En ese grupo de amigos que disfrutaba entre los árboles y el verde y hacía gimnasia en el año que comienza, estaba Marcela Bimonte. Tenía dos hijas y enseñaba yoga.
También era voluntaria en el Roffo, donde asistía a enfermos de cáncer. El yoga impulsa a devolver los beneficios que uno ha recibido. Marcela organizaba con su pareja esas bicicleteadas zen, porque, decía, buscaban combinar el pedaleo con la meditación que apacigua y a veces ilumina. Lucía joven, pero tenía 62: estaba en ese tramo de la vida cuando más nos preguntamos qué tareas y placeres queremos para los años que nos quedan.
Pero nadie está suficientemente preparado para las agresiones de afuera. El yoga enseña a no juzgar o a juzgar menos. Es difícil no hacerlo con gente como Olaya González, que no es víctima sino victimario, aunque haya jueces que no piensan así. Y que se imponen a veces por sobre el resto. Ahí tenemos el caso de Mariel Alejandra Suárez: difícil entender cómo llegó a jueza y por qué sigue siendo jueza.
La Magistratura de Chubut destituyó a Suárez por mal desempeño. Entre otras cosas, liberar presos por teléfono y una pésima decisión en un caso de un menor abusado. Obvio, ella se declaró víctima de “una maniobra política”, porque aún no se había inventado el lawfare, un juez le dio la derecha y el Tribunal Superior la restituyó en su puesto. Al toque quiso viajar a Santa Cruz sin el PCR que exigía la provincia y sacó chapa de jueza. Fracasó.
¿Y quién es el preso con el que la jueza anda a los besos? Se llama Cristian “Mai” Bustos y no es un delincuente cualquiera, mató a golpes a su hijastro de 9 meses. Le partió la columna vertebral a golpes, comprobaron los médicos. Fue condenado a 20 años, lo mandaron a una comisaría y se fugó a Chile. Ya había matado a un bebé y cuando volvió, mató a un policía. Escapó, lo atraparon los carabineros del otro lado de la cordillera y lo mandaron para acá.
Ahora le dieron la perpetua, que Suárez no acompañó. ¿Y por qué la jueza andaba a los besos con semejante criminal? Porque está haciendo un “trabajo académico”. Dijo que proyecta escribir un libro sobre Bustos y que por eso actuó “de ella misma, no de juez”. Lo único que se entiende de esto es que andaba a los besos. Tal vez ponga andar esa otra variante del realismo mágico argentino, el judicial.