La injusticia es vieja, pero nunca se jubila. Y desde hace décadas es una compañía perniciosa e inseparable para la mayoría de los jubilados argentinos, cuya vejez es sinónimo de sufrimiento. La pandemia, que hizo estragos entre los mayores sanitaria y económicamente vulnerables llevó la situación al borde de la crisis humanitaria. Víctimas históricamente inconsultas de las medidas del poder, por una inolvidable vez rompieron el silencio y la indiferencia para dejar en evidencia a los responsables. La revolución es sinónimo de juventud, pero aquélla fue la revolución de los viejos.
Fue en los 90. Gobernaba Carlos Menem cuando esos jubilados se rebelaron, se sacudieron con dignidad el humillante calificativo de “pasivo” que alguien alguna vez impuso para definirlos, y libraron una lucha épica que conmovió a la sociedad. Un ejército desigual uniformado por las cabezas blancas y guiado por líderes espontáneos y auténticos, que dejó en evidencia la insensibilidad de los legisladores y gobernantes, cuando no la apropiación de los ingresos del sistema para otros destinos. “Al vaciarnos las cajas nos mandan más rápido al cajón”, resumió brutalmente uno de ellos. Cualquier semejanza con la realidad actual … no es casualidad.
Una vida de miércoles
La lucha que comenzaron a desplegar los jubilados cada miércoles hace tres décadas despertó la empatía de la sociedad, que percibió que esos mayores que se manifestaban con enérgica rebeldía interpretaban el silencioso sufrimiento cotidiano de sus padres y abuelos. La emotividad, sumada al colorido de las manifestaciones despertó el interés de la prensa. Por primera vez en mucho tiempo quedó crudamente exhibida en vivo y en directo la aberración que constituía naturalizar que personas que trabajaron y aportaron toda la vida, estuvieran expuestas a condiciones que las sometían a la miseria y en ocasiones hasta las empujaban al suicidio. Los Tribunales, el Congreso y la Casa Rosada fueron sucesivas estaciones de las marchas, como fuentes de origen de la justicia, las leyes y el bienestar que les retaceaban.
Salieron a la calle con el “450” como grito y bandera. Reclamaban que se aumentaran a 450 pesos los haberes mínimos congelados en 150 pesos, pero además se oponían a la reforma legislativa destinada a privatizar las jubilaciones, y demandaban el cese de la intervención eterna del PAMI, la obra social del sector, y el 82 por ciento móvil, que rigió momentáneamente tras ser establecido por ley en 1958, hasta que lo derogó un gobierno de facto. (El 14 de octubre de 2010 Cristina Kirchner vetaría la ley sancionada el día anterior que restablecía el 82 por ciento móvil para los jubilados). Eran coloridas esas manifestaciones porque los participantes ponían toda la picardía que da la experiencia en las caracterizaciones y carteles creados para condenar el desagradecimiento por indiferencia de la sociedad, y especialmente de los gobernantes de turno. Uno llevó durante años un artificio que creaba la impresión de que tenía el cráneo ensangrentado atravesado por un cuchillo. Metáfora insuperable de la agresión a que se los sometía desde décadas atrás.
La cobertura de esas marchas constituyó para los periodistas una escuela profesional y de vida, por la lección moral que los viejos brindaban desde su lucha desigual y digna. Ya en una de las primeras de las innumerables notas que me tocó realizar sobre el fenómeno dije con doble sentido que los jubilados tenían “una vida de miércoles”, porque en un sentido, los haberes escasos y la obra social quebrada los condenaba a una vida de miér…coles, pero en otro sentido, en el miércoles de cada nueva semana revivían en la defensa de la dignidad. A los productores y editores les pareció al principio una frase inconveniente por escandalosa. Pero la irrebatible, aunque brutal, justeza de la expresión terminó por imponerse.
Eternamente variable de ajuste
Ayer, hoy, y … mañana? Las causas que provocaron aquella reacción persisten agravadas. Los jubilados perdieron 40 puntos del poder adquisitivo en los últimos tres años sin vislumbrar la recuperación, muchos se mueren a la espera de cobrar juicios ganados, el PAMI sigue intervenido, y el Fondo de Garantía de Sustentabilidad se destina a contener el alza del dólar paralelo. Las largas colas de hombres y mujeres mayores amontonados hace apenas meses para cobrar los haberes, expuestos al letal coronavirus hicieron recordar las penurias que padecieron durante años los jubilados, en sufrida espera bajo soles que caían como martillos sobre las cabezas ralas en verano, y fríos que les mordían la piel en invierno, cuando el cobro de haberes no estaba ni siquiera bancarizado.
Al igual que en el presente, a lo largo de la historia los jubilados estuvieron sometidos a la caída del poder adquisitivo porque sus haberes fueron sistemáticamente convertidos sin remordimientos en variable de ajuste de la economía, con retaceos en los aumentos o modificaciones en la legislación del sector que casi nunca apuntaron a beneficiarlos, sino a perjudicarlos a sabiendas. Y detrás de las medidas de los gobiernos de turno, la sombra acechante, opresiva del FMI convocada por los recurrentes acuerdos de aquéllos con el organismo internacional de préstamos, que se pierden en la noche de los tiempos. Ya en el recordado discurso de “hay que pasar el invierno” que pronunció en 1969, el ministro de Economía del gobierno de facto, Álvaro Alsogaray aclaró que “los sueldos (estatales y las jubilaciones) no hubieran podido pagarse si no hubiera mediado el último depósito en dólares que nos hizo el FMI”. Los jubilados pagaron (y siguen pagando) con penurias esa dependencia.
Entre gallos y medianoche
El 8 de junio de 1991, entre gallos y medianoche, un solapado operativo con policías disfrazados de enfermeros desalojó a los manifestantes que habían acampado durante dos meses frente al palacio de los Tribunales para reclamar que la Justicia convalidara los juicios por malas liquidaciones. Entre los promotores de la protesta estaba Rubén Gioaninni, que había tenido actuación en el sindicato de Luz y Fuerza, pero ya se destacaba netamente la figura de Norma Pla, una ama de casa viuda madre de cuatro hijos, que había llevado una vaca desde su barrio semirural para alimentar a los demandantes. (Después proclamaría que “yo salí a luchar cuando tuve hambre”). Las supuestas vinculaciones de Gioaninni con sectores carapintadas liderados por el teniente coronel Aldo Rico fueron utilizadas como justificación para la represión, que en realidad quiso eliminar la protesta que perjudicaba la imagen de Menem, en vísperas de las elecciones legislativas.
Lejos de extinguirse, la protesta no tardó nada en reaparecer pujante frente al edificio del Congreso, en el que se comenzaba a pergeñar el proyecto de ley de privatización de las jubilaciones. La promocionaba con entusiasmo el por entonces diputado justicialista Oscar Parrilli, en partidos de truco (en los que gana quien mejor miente) que jugaba en las plazas con los jubilados, diciéndoles que “el nuevo régimen evitará injusticias”. Este sería el escenario principal de la protesta. De esos jubilados de los miércoles partió uno de los primeros y más agudos cuestionamientos a la política privatizadora de Menem dirigida por su ministro de Economía Domingo Cavallo. La sociedad tardaría en descubrir las consecuencias dañinas de esa política y por eso al principio los viejos parecían clamar en el desierto y en soledad.
En la protesta frente al Congreso confluyeron el recién conformado grupo que reconocía el liderazgo de la explosiva Norma Pla, con el que convocaba la Mesa Coordinadora de Jubilados, que acreditaba más de dos décadas de lucha y estaba conducido por Carlos Imizcoz, un ex sindicalista bancario, más reflexivo. La convivencia entre los dos sectores no fue pacífica. La competencia y la animosidad entre ambos se mantendría durante años, aunque el uniformado oponente común no hacía distingos entre ellos cuando los detenía o golpeaba en represiones violentas, que tiñeron de sangre más de una cabeza blanca.
Nadie se atreva
Las vallas plantadas en torno al edificio (y respaldadas por filas de policías) para proteger a las deliberaciones de los legisladores de la bronca de los jubilados fueron factor de discordia y disputa, cuando los manifestantes forcejeaban con los uniformados para derribarlas o arrastrarlas. En las rencillas aparatosas y violentas menudeaban los golpes de un lado y los huevazos del otro. Y frecuentemente todo terminaba en detenciones. Estas escenas quedaron grabadas en el inconciente colectivo, y perpetuadas en el blue “Nadie se atreva a tocar a mi vieja”, de Frigerio y Borenzstein, que interpretaba Pappo:Nadie se atreva a tocar a mi vieja
La violencia módica se convirtió en elemento habitual. Norma Pla se encaramaba a los portones y arrancaba a manotazos las gorras de los policías que la reprimían, para enarbolarlas como trofeo, o les enrostraba “Yo te pago el sueldo a vos y estoy cagada de hambre”. Cuando los legisladores tenían que atravesar Rivadavia para pasar del edificio histórico al anexo, se exponían a recibir carterazos y salivazos. Uno de ellos, el ex teniente coronel carapintada Aldo Rico perdió un diente, cuando cayó de boca al suelo empujado por Raúl Castells, que estrenaba su movimiento de Jubilados y Desocupados. El tiempo pasaba, las marchas se multiplicaban y conseguían el apoyo de los partidos y grupos políticos de la oposición, asociaciones rurales, organizaciones de derechos humanos, las centrales obreras y hasta de las 62 Organizaciones de Lorenzo Miguel, que estuvo presente en la del 10 de marzo de 1993. Fue una de las más grandes, con 20.000 participantes.
Seis meses después, el gobierno venció la resistencia de los gremios de la CGT a la creación de las AFJP… haciéndolos socios del negocio. Los legisladores de extracción sindical sumaron entonces sus votos y la ley de privatización de las jubilaciones pudo ser sancionada el 23 de setiembre de 1993. La protesta siguió en procura de los “450”. Tuvo hitos como la multitudinaria marcha número 100, del 2 de marzo de 1994 que contó con la participación de Fernando de la Rúa, Alfredo Bravo, Pino Solanas, Carlos Chacho Álvarez y Luis Zamora, entre otros. La manifestación terminó en incidentes con 32 detenidos.
El adios
La salud de Norma Pla se deterioró. Enfermó de cáncer, le extirparon un pecho y fue languideciendo como la protesta, aunque nunca se rindió. Llegó a estar detenida y procesada veintiséis veces, por tomas de la sede del PAMI e incidentes diversos. Pasó a la historia su encuentro cara a cara con Cavallo. Cuando el funcionario trató de conmoverla y sollozó al apelar al recuerdo de su padre jubilado, le reclamó enérgica, sin creer en lágrimas: “No llore, señor ministro, tenga fuerza para defender a su padre y todo. No llore”. “Lo que ustedes dicen es verdad” tuvo que admitirle el funcionario. Hablé con ella en abril de 1996, y me contó de su esperanza de volver pronto a las movilizaciones apenas prosperara el tratamiento contra el cáncer que la consumía. Pero no pudo derribar la valla de la enfermedad, y murió el 18 de junio. Tenía 63 años. En cumplimiento de su voluntad sus cenizas fueron esparcidas en la Plaza Lavalle.
Imizcoz la sobrevivió. Hasta 2002 siguió participando de las marchas menguantes de los miércoles, ayudado por un bastón. El 13 de febrero de ese año me dijo: “la mayor alegría la tuvimos cuando le demoramos cuatro años a Cavallo la privatización de las jubilaciones. Después lo logró con un diputado trucho”. Le pregunté hasta cuando iba a seguir marchando, y respondió: “hasta que tenga vida, me van a tener que traer en silla de ruedas porque tengo un problema fuerte en las piernas”. ¿Cómo le gustaría ser recordado? –lo interrogué-: “como un luchador nada más. Un luchador social”. Falleció el 4 de enero de 2003 a los 85 años. Pla e Imizcoz fueron estandartes en una lucha épica y desigual por los derechos de los jubilados, que treinta años después siguen esperando su redención.