Ante una sociedad agobiada por un sistema tributario desbordado de impuestos se pretende crear un nuevo tributo, el número 20 de la administración de Alberto Fernández incrementando la ecuación de la pobreza, donde incorporar mayor carga fiscal hace que seamos menos competitivos a nivel mundial, reduce la inversión, genera desempleo, contrae el consumo y aumenta el gasto público.
En esta oportunidad se trata del “impuesto a los envases” que grava hasta un 3% el contenido de los mismos y alcanza a todos los productos, incluso los de origen sanitario y los de consumo esencial como la leche. El 85% de lo recaudado lo administrará un fideicomiso mediante un banco público, cuya autoridad de aplicación recaerá en el Ministerio de Ambiente que dirige Juan Cabandié.
Justamente, donde los destinatarios finales serán agrupaciones, gerentes de la pobreza, que nuclean cartoneros y recicladores dirigidos por personajes como Grabois. En consecuencia, al tratarse de un tributo altamente regresivo, donde los sujetos alcanzados lo van a trasladar al precio de los bienes, todos los consumidores sin importar la capacidad contributiva abonarán un impuesto con el que se recaudaría la suma de 300 mil millones de pesos.
Los cuales serán destinados a financiar más pobrismo, aumentando costos y burocracia a las empresas y perjudicando especialmente a los sectores de menores ingresos. Es menester reflexionar sobre otras posibles consecuencias distorsivas, donde las empresas alcanzadas podrían optar por pagar el tributo, que en definitiva se traslada a los consumidores, y no tener ningún recaudo en post del medio ambiente: “Pagando el impuesto para contaminar”.
Países desarrollados han acompañado este tipo de reformas fiscales, pero con reducción de impuestos sobre la renta y costos laborales de forma de mantener la neutralidad fiscal. La Cámara de Comercio de Estados Unidos en Argentina expresó su preocupación resaltando que: “el proyecto es cuestionable por su ‘debilidad constitucional’ al vulnerar derechos de las provincias, básicamente, porque crea una caja gestionada por un fideicomiso de administración 100% público…”.
Y que otorga a la Nación potestades discrecionales para distribuir dineros públicos a actores municipales y sociales, pasando por encima de las autoridades provinciales, y alejándose de los parámetros más elementales en materia de ética y transparencia. Agrega: “Otro de los puntos débiles del proyecto es el cálculo de la tasa ambiental, cuya fórmula se basa en el precio de venta (hasta el 3%), o bien, en el peso del material”.
Para colmo, todo esto se da “sin tener en consideración el costo asociado al sistema de gestión propiamente dicho”. En conclusión, nos encontramos asistiendo a una peligrosa alquimia cuyo fin central es contener a distintos espacios que forman parte de un gobierno erosionado, donde sus objetivos lejos están de brindar soluciones a una sociedad diezmada por el paso de la pandemia.