Lo sucedido en el caso de la cocaína envenenada en el enclave Conurbano Bonaerense, donde hasta anoche se confirmaron al menos 17 muertes y más de 50 internaciones, revela una nueva secuencia en el proceso de degradación derivado de la disputa entre bandas narco. Una degradación de la que el Estado es parte al llevar adelante una lucha de nula a reactiva contra las organizaciones criminales.
Conforme a la investigación en el territorio, la región central de la Argentina, compuesta por la Ciudad y la provincia de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y Entre Ríos, concentra el 65% de la violencia por narcomenudeo del país. Dentro de ese contexto, el Conurbano Bonaerense, Rosario y Córdoba capital se destacan como los puntos más calientes. Son los enclaves narco, con una dinámica delictiva distinta a la del resto del territorio y con alianzas aceitadas con las organizaciones que operan en fronteras.
Especialmente, la frontera norte, por donde ingresa el 90% de la criminalidad internacional y el 70% de las sustancias ilícitas. Si bien en nuestro país ya existe la producción local, en este caso de cocaína, en general la modalidad más habitual radica en comprar la sustancia en el extranjero y luego se “estira” o se “corta” en las diversas estructuras de venta de estupefacientes y/p de acopio.
Esto ni siquiera conlleva una mayor rentabilidad o sí, pero no porque aumente el precio de la droga, sino que en ese “corte” lo que buscan es acrecentar su poder de adicción. El mercado de los estupefacientes funciona así: hay quienes se dedican a vender droga de máxima pureza y la cobran como tal, y hay quienes se dedican a estirar la sustancia, adecuando el precio de su “producto”. En los términos del universo narco, hablan de “compensación”.
En Argentina se evidencia la modificación de la forma en que se organizan las bandas delictivas. Ya no hay un solo “capo”, alguien que concentre la voz de mando y las decisiones, sino que esa responsabilidad se comparte entre varios cabecillas. De esta manera, se estructuran como “redes 2.0″. Para comprenderlo mejor, se recrea una telaraña en la que, si se desarticula una parte de la red, el resto sigue funcionando y, a su vez, nuevos integrantes toman el espacio que quedó vacío.
Sumado al concepto de redes, se denominan como 2.0 porque quienes las dirigen ya son la “segunda generación” dentro de las familias narco. Estas nuevas generaciones, además, se mueven con menos “códigos” y más violencia que sus predecesores. Y también con nuevas modalidades, como la padecida en el día de ayer en el conurbano de la provincia de Buenos Aires.
Hasta el momento no se había visto este tipo de método para ajustar cuentas entre bandas que buscan controlar, no sólo el mismo territorio, sino también el mismo mercado. Si bien esto aún no está comprobado, es la principal hipótesis que manejan los investigadores. Estas modalidades son copiadas de los más grandes carteles internacionales, que no solo exportan su producto, sino también sus métodos.
Otro ejemplo de ello es lo acontecido en Rosario, donde un casamiento sirvió como pantalla para la negociación de la distribución, los mercados y el valor narcótico de la hidrovía. Frente a esta realidad, se puede abrir una nueva forma de confrontación entre bandas. El exterminio del poder narco como regla, cuando se trate de defender el territorio y el mercado. El estado de anomia y barbarie no es más que el epílogo de la ausencia de una lucha federal contra el narcotráfico.
Todavía se corre detrás del delito, en vez de que las políticas apunten a prevenirlo. Todo es reactivo cuando el programa debe ser proactivo. En este punto también es importante resaltar el confuso discurso de algunos dirigentes con respecto a la posible legalización de las sustancias, aspecto en el que suele pecarse de ignorancia. Esta situación no debería habilitar la irresponsabilidad de legalizar las drogas.
La obligación y el deber del Estado es dar una lucha proactiva contra el narcotráfico para debilitar al mismo tiempo al narcomenudeo. Los caminos son lucha, prevención, concientización, tratamiento. Porque, así como las luchas contra el narcotráfico y el narcomenudeo deben ser complementarias, también es cierto que deben darse al unísono los trabajos sobre la oferta y la demanda.
El Estado debe ser garantía de seguridad ciudadana y sanitaria mediante políticas públicas. No regular el delito institucionalmente. Plantear la regulación estatal de las drogas es desconocer los vacíos y vicios del estado. Es, a su vez, desconocer que al narcotráfico esa regulación no le quitará poder porque hay, además del ecosistema de lavado de activos, una masa consumista que no quiere ser regulada. Sus antecedentes claros de degradación legal están en el alcohol.