Esta semana se dieron a conocer los resultados de las evaluaciones Aprender 2021, que consolidan la información de las distintas jurisdicciones del país. Los datos son alarmantes, aunque no sorprendentes. Se observa una caída tanto en lengua como en matemática, respecto de la última toma de 2018. La caída en la cantidad de alumnos que lograron desempeños satisfactorios o avanzados en Lengua roza los 20 puntos porcentuales.
Mientras en matemática esta caída es de 2,6 puntos porcentuales. La diferencia no debe engañarnos: el deterioro en matemática ya era notorio en la prueba de 2018. En 2021, menos de la mitad de los alumnos de escuelas públicas alcanzaron resultados mínimos satisfactorios. Los resultados, además, ratifican la existencia de una profunda brecha entre la gestión pública y privada. Aunque ninguno de los dos sectores se salva del deterioro.
Los datos deben ser analizados sin precipitación. “En el mar de los promedios se ahogan los enanos”, dice el refrán. Es necesario avanzar con una comprensión profunda y detallada sobre la situación de cada escuela, en cada jurisdicción, en relación con la tasa de participación, los programas de mejora en curso, la incidencia de la pandemia, etc. Más allá del análisis técnico, hay varias conclusiones que pueden extraer los ciudadanos “de a pie”.
La primera y fundamental refiere a la importancia insoslayable de contar con datos regulares sobre el desempeño escolar. Aunque nos alarmen los resultados, debemos celebrar la existencia de datos y su publicación transparente. Saber con certeza dónde está la mayor necesidad permite direccionar esfuerzos. Los datos son pilares fundamentales para la construcción de equidad y calidad.
Evidentemente, los resultados de pruebas estandarizadas son como la temperatura del termómetro: traducen en variables parciales y discretas los síntomas del estado de salud del sistema. La temperatura que arroja el termómetro nos habla de una fiebre alta y persistente. Esta es la segunda conclusión: la fiebre no es la enfermedad, sino su síntoma. Los problemas del sistema educativo son diversos, profundos y multicausales.
Las responsabilidades son plurales, no sólo de docentes o directivos. La enfermedad viene desde hace tiempo, algo que es duro de admitir cuando tantas personas (alumnos, docentes, directivos, técnicos, políticos, representantes gremiales) ponen su empeño día tras día para intentar que las cosas mejoren. El reconocimiento de la enfermedad es el principio de la cura. No se trata de un reconocimiento meramente intelectual.
Y es que cuando una herida no duele, existe el riesgo de que pase inadvertida o sea minimizada. Sólo si “duelen los datos” habrá oportunidad de revertir el cuadro. La tercera conclusión tiene que ver con el alcance temporal de los procesos educativos. Debemos prevenirnos de hacer una lectura o utilización político-partidaria de los resultados. Los avances o deterioros en los sistemas educativos suceden en períodos extensos.
Revertir estos resultados llevará años y exigirán el acuerdo de políticas que atiendan “la urgencia del largo plazo”. Es aconsejable que estas políticas sean pocas, simples, pero contundentes. Tal vez la prueba en la que más gravemente venimos fallando como país sea precisamente esta última: la que mide nuestra capacidad de forjar acuerdos políticos multipartidarios y multijurisdiccionales duraderos. Ojalá el dolor presente sirva para avanzar con urgencia en esta dirección.