Estamos habituados en la Argentina a las más notables sorpresas, de modo que nadie pudo asombrarse en su momento del anuncio de que la vicepresidenta Cristina Kirchner iba a viajar en estos días a una de las universidades más antiguas de Italia y de Europa a dictar cátedra sobre “La insatisfacción de la democracia”, según el anuncio oficial. Ahora se nos ha hecho saber que el viaje a Italia y la conferencia, prevista inicialmente para este viernes, al igual que un encuentro con el Papa, han sido cancelados.
Debemos entenderlo como una buena noticia. La vicepresidenta había aceptado hablar en la Universidad Federico II de Nápoles, por cuyas aulas pasaron en condición de alumnos o catedráticos figuras inconmensurables del intelecto académico. Una de ellas fue Santo Tomás de Aquino. Extraño resultaba que fuera a dictar una clase magistral sobre democracia una funcionaria condenada por un delito de acción pública –en curso de revisión por la Cámara de Casación Penal–.
Además de procesada en otras causas por corrupción y cuyo objetivo esencial en estos últimos años ha sido lograr su impunidad frente a los graves actos de los que se halla imputada. En el ímpetu por lograr ese objetivo, Cristina Kirchner ha consumido tantas energías propias como las del gobierno en conjunto. Contribuyó de tal manera a agotar la paciencia ciudadana con la administración de la que ella ha sido mentora, según lo registraron de forma aplastante las urnas el domingo último.
En el viaje a Nápoles, la vicepresidenta contaba con un acompañamiento apropiado para sus antecedentes personales: el embajador argentino en Italia, Roberto Carlés. Se trata de un estudioso del derecho penal que ha revistado, de un modo u otro, en universidades de la Argentina y de Europa. No estuvo en cuestión, por lo tanto, si es un diplomático y catedrático versado en la materia consagrada al estudio de los delitos y las penas.
Sino su adhesión a la escuela “garantista” o –mejor dicho– “abolicionista” del escandaloso exjuez Eugenio Zaffaroni, que tan nefasta influencia ha ejercido. Cuando la inseguridad física de los argentinos ha crecido como lo ha hecho, y sin aún haberse detenido ni mucho menos, en los últimos años en Rosario, el conurbano bonaerense y en tantas otras partes del país; cuando la policía piensa dos veces en actuar frente a delitos in fraganti.
Porque hasta es posible que al día siguiente sea el delincuente quien esté libre y el agente actuante quien quede entre rejas, hay muchas cuestiones de las que pasar revista sobre los destrozos hechos a la cultura argentina en el siglo XXI. Esa acción perversa ha dañado gravemente las condiciones elementales de convivencia entre los habitantes del país. El cambio de gobierno abre una nueva esperanza en cuanto a la energía por combatir delitos que nos sobresaltan a diario.
Aquellas cuestiones son de orden diverso, pero lo que no se puede olvidar es la responsabilidad de quienes han cultivado una escuela de desastrosas consecuencias para el interés general de la sociedad, por más que cuenta, o precisamente por eso, con el apoyo de seudoprotectores de los derechos humanos. Aun así, el abolicionismo zaffaroniano ha sido cuestionado con energía por los sectores más comprometidos con los valores irrenunciables de la Constitución y por quienes entienden que violenta la razón de ser esencial del Estado.
Eso explica que cuando la vicepresidenta y sus acólitos pugnaron en el Congreso por la designación de Carlés como procurador general de la Nación, hayan fracasado estrepitosamente. Sabíamos, antes del anuncio de la cancelación motivada seguramente por el shock político y emocional inferido a la vicepresidencia por la derrota del domingo, incluido el supuesto bastión de Santa Cruz, que ni el mejor de los discursos que hubiera pronunciado Cristina Kirchner en Nápoles podía resonar sino como retórica vacua y ajena a la realidad de lo sucedido con la democracia en la Argentina del siglo XXI.
La expresidenta ha dejado con su desaforado comportamiento político y desaprensivo manejo de los negocios públicos una estela útil para seguir el recorrido de la decadencia moral de la Argentina, tan acelerada desde que quien fue su esposo asumió el poder, en 2003. La cancelación de su viaje ha cerrado, además, un debate incipiente y por de más desagradable, ante la posibilidad de que Cristina Kirchner viajara en el nuevo ARG-01, el avión previsto para que el presidente de la Nación atienda cuestiones de Estado.
Y se justificara, por añadidura, el elevado costo de su utilización en un vuelo transatlántico, tan de espaldas a las penurias de toda índole que sufre la población argentina. Como se había anunciado que, aprovechando el vuelo a Nápoles, la vicepresidenta visitaría al papa Francisco en Roma, será de interés público conocer qué explicación ha recibido el Vaticano de la diplomacia argentina por la frustración de ese encuentro.
Hasta donde creíamos saber, nadie cancela así como así una audiencia con el Papa, a menos que el anuncio público de una eventual visita de la vicepresidenta al Vaticano hubiera sido hecho con la informalidad a la que nos tienen acostumbrados personajes que pueden jugar tanto con el bastón presidencial en medio de la ceremoniosa gravedad de una cuestión de Estado como desatender otras convenciones sustanciales e irrenunciables cuando las instituciones de un país son tomadas con la seriedad que imponen las mejores tradiciones y se supone que encarnan con dignidad los gobernantes.