El agua que anegó hace varios días a la comunidad de Niogasta (Nueva Trinidad), parece decidida a quedarse para siempre. Llegó hace más de una semana. El miércoles, cuando la marea de a poco comenzaba a retirarse, un nuevo golpe de creciente del río Chico volvió a anegar el poco suelo seco que había asomado tras el primer embate.
El pueblo, casi sin esperanzas de seguir existiendo, está devastado. En la escuela, cercada por las aguas, no se dictan clases. Es imposible acercarse al lugar. Hay 16 familias que se quedaron sin casas, ni muebles, ni electrodomésticos, ropas y animales. Quedaron con lo puesto y deben reinstalarse ante el peligro de terminar barridos por las correntadas del río Chico. Otras 57, aunque están ubicadas en terrenos algo más elevados, también se ven amenazadas por el embravecido curso de agua.
En la finca de Antonio Graz se perdieron 100 hectáreas de soja y maíz. “Uno ve cómo quedaron las plantaciones y le dan ganas de llorar. Aquí se desperdició mucha inversión en agroquímicos y trabajo”, comentó Antonio Pereyra, encargado de la finca. “El río está tapado, sin profundidad y salida hacia abajo. Por eso se nos vino encima. Es un desastre que está terminando con este pueblo”, añadió.
Hay otros productores que también afrontaron la misma desgracia que Graz. Hortalizas y cereales que han terminado tapados por el barro.
En Niogasta un fuerte olor a pescado podrido inunda el ambiente. Antonio asegura que proviene de los que murieron atrapados entre las ramas de los árboles por los que pasó la creciente. También se escucha el mugir lastimero de una vaca retenida entre el fango espeso de a orillas del río donde parece condenada a muerte.
Jorge Romano llega en moto con su sobrino hasta el primer lago extenso que dejó el desborde del afluente, a unos dos kilómetros de la ruta 157. Desde el este irrumpió un hombre a caballo, enojado, nervioso y le grita: “ni intentés ir que el río está volviendo a salir. Te va a llevar como papel”. Y lanza insultos porque dice que perdió todo. Se resiste a dar más explicaciones.
Romano cuenta: “tengo que llegar para darles de comer a mis animales. Un par de caballos y lechones. Es lo que único que nos quedó. El agua no nos tuvo piedad. Nos dicen que tenemos que irnos de donde estamos, pero para eso hay que disponer de terreno y casa en otro lugar”. Agregó que su madre se evacuó y se fue a la vivienda de su hermana en Monteagudo y él a la de otro pariente.
Pese a la advertencia recibida, Jorge dejó su rodado en casa de un vecino y avanzó a pie con alimentos en su mochila. Le esperaban unos seis kilómetros de caminata.
Don Manuel Aguirre, de 77 años, estaba sentado frente a una humilde vivienda que levantó a pocos metros de la ruta 157. Desde ahí observaba, mientras tomaba mate con música popular de fondo, el peregrinar de algunos, como Romano, que intentaban regresar a sus hogares. El sitio en que está –aseveró- es mucho más seguro que en el que estuvo viviendo casi toda su vida en Sud de Lazarte.
Confesó que las crecientes del río Chico lo expulsaron hace unos cuatro años hasta el lugar en que se instaló ahora. “Aquí el río tiene barrancas y no se desborda. Y espero que siga así. No quiero tener que abandonar esta casita como cuando estaba más abajo. Ahí perdí mi rancho, los animales y el campo”, comentó con nostalgia.
“En mi tierra casi no necesitaba comprar nada, porque lo tenía todo, gallinas, huevos, frutas y verduras. Aquí hay que tener plata todos los días para poder sobrevivir” apuntó.