Lo que quedó en claro después de la ampliación declaratoria blue de Cristina es que su defensa no fue una respuesta técnica a las definiciones del fiscal. Resultó apenas un tambaleante manifiesto político que no rechazaba la acusación por hechos de corrupción. Solo intentó revelar que había otras personas cometiendo delitos similares. El problema más grave para el Gobierno y para las instituciones es que el desconcierto político de Cristina arrastró al peronismo.
En su impotencia, la Vicepresidenta conservó su capacidad de persuasión y logró que la respaldaran el presidente Alberto Fernández, el ministro Sergio Massa y la CGT, que en su documento construyó una fantasía: que la acusación del fiscal buscaba establecer la existencia de una asociación ilícita entre todos los miembros del Gobierno. Algo parecido, pero más sutil, insinuó el ministro de Economía.
La respuesta de Alberto, disparada a las redes sociales unos segundos después de conocido el pedido de condena contra Cristina, tiene el estilo folclórico que genera tanto fastidio en la Vicepresidenta. Otra vez volvió a apelar a la romántica figura de su padre juez y al supuesto afecto que tiene por una persona con la que se habló solo en un par de oportunidades en los últimos meses.
El más complicado, de todos modos, es Sergio Massa. La debilidad jurídica de Cristina lo obliga a ensayar una defensa pública de la Vicepresidenta y a poner en riesgo la estrategia todavía muy endeble que sostiene su plan contra la inflación, el atraso salarial y la escasez de dólares en el Banco Central. Está claro que Cristina ha presionado al peronismo para que asome el rostro en su defensa.
No le alcanza con ubicar a la militancia rentada en la puerta de su apartamento en la Recoleta, ni con los testimonios de fidelidad de personajes algo devaluados como D’elía, Echarri o el Indio Solari, buscando el protagonismo de tiempos mejores. Todo se degrada en la Argentina cuando se desparrama el ácido del kirchnerismo. El 17 de octubre que imaginan Cristina y el kirchnerismo tiene un objetivo mucho menos épico.
Frenar como sea la condena por corrupción que se cierne sobre la vicepresidenta Cristina Kirchner y sus compinches de acumulación patrimonial. El ex ministro Julio de Vido, el ex secretario de Obras Públicas y lanzador olímpico de bolsos con dólares, José López, y el emprendedor Lázaro Báez, quien fundó su empresa doce días antes de que los Kirchner llegaran al poder.
Factor patagónico de clarividencia que lo convirtió muy pronto en millonario y gran terrateniente. Hace un mes, Cristina Kirchner había grabado en un acto en la localidad bonaerense de Berisso, con frases oportunas de fans que la elogiaban y el paralelismo con Perón, con aquel 17 de octubre de hace 77 años y el núcleo marketinero de la proscripción como eje argumental. La Vicepresidenta ya se veía venir el pedido de condena de Luciani.
Es por eso que eligió victimizarse para huir hacia adelante, una de sus maniobras políticas preferidas. Dos semanas antes de esa fecha, el 2 de octubre, habrá elecciones en Brasil y Cristina necesita desesperadamente que Lula gane en primera vuelta para poner en marcha la misma novela: de la condena a la presidencia. Es curioso como el peronismo ha quedado atrapado por quince años víctima del Síndrome de Estocolmo con el que lo envuelve Cristina.
Hasta el auditor Miguel Ángel Pichetto salió a decir que las pruebas para condenarla a la Vicepresidenta no son contundentes. Cristina amenaza al peronismo con su sola presencia y el peronismo siente el golpe. Salvo en 2013, cuando Sergio Massa la enfrentó y la venció en elecciones legislativas, el PJ siempre rehuyó el conflicto y ahora se abroquela una vez más para defenderla.