Opinión:
“Vamos a tener un Gobierno de 24 gobernadores y un Presidente”, aseguró fervoroso el por entonces candidato Alberto Fernández luego de su abultado triunfo en las PASO. Sin embargo hoy, a diez meses de haber asumido, los gobernadores brillan por su ausencia en el proceso de toma de decisiones de la mayoría de los temas que hacen a la política nacional.
Al interior de sus jurisdicciones y en el marco de la pandemia, cada uno de los mandatarios conserva una buena cuota de poder. A esta altura, son las administraciones provinciales las que deciden que recaudos tomar para frenar el avance del Covid-19 y esta autonomía se ha visto fortalecida luego de los anuncios de ayer del presidente Fernández. El manejo de la pandemia es el único espacio en el cual los gobernadores se han convertido en actores protagónicos. Se trata, de todas formas, de un protagonismo que han ido ganando a medida que el ejecutivo nacional percibía que el tema lo desgastaba. Ahora son los gobernadores los que deben decidir sobre el retorno a clases y las restricciones a la movilidad, y asumir los costos y beneficios de tales decisiones. Así, el presidente Fernández busca descentralizar la estrategia sanitaria.
No obstante, en el resto de los temas que hacen a la política nacional, los gobernadores están ausentes. A pesar de que son actores fundamentales del sistema político argentino y de que el propio Fernández prometió darles un lugar relevante en su gobierno, su rol es hoy muy marginal. Contrario a lo que sostenía el presidente, la agenda de su administración (que se ha radicalizado en los últimos cuatro meses) se ve más influenciada por los intereses del Instituto Patria que por la opinión de los gobernadores. Los caciques provinciales, que a priori se creía que funcionarían como un ancla de moderación, prefieren mantener el silencio en temas controversiales como el manejo de la crisis cambiaria o los embates contra la justicia. Como en el “Don Pirulero” cada uno atiende su juego, optando por priorizar sus propias gestiones y realidades provinciales.
Al escuchar el discurso con eje en el federalismo del presidente Fernández, se esperaba que los gobernadores tuviesen un mayor peso político al interior del Frente de Todos, algo que hasta ahora no sucedió. Puede que sean los propios jefes provinciales los que se niegan a participar más activamente, ya sea porque la dinámica de la pandemia los obliga a enfocar sus esfuerzos únicamente en la lucha contra el virus o porque advierten que zambullirse en el barro de la política nacional, donde se presenta una agenda a contramano de las urgencias y demandas sociales, puede terminar afectándolos.
Es probable que Juan Schiaretti, Omar Perotti y Juan Manzur (al frente de provincias de gran peso político) al no tener reelección perciban que en el correcto manejo de la pandemia estará gran parte de su legado o prefieran concentrarse en preparar a los cuadros que los sucederán para conservar poder provincial una vez que estén en el llano, antes que inmiscuirse en controversias o en complejos debates que podrían perjudicarlos innecesariamente. En este sentido, las discusiones internas acerca de la sucesión limitan muchas veces el margen de maniobra de cada uno. Otros mandatarios deben afrontar problemas en sus provincias demasiado severos como para preocuparse por otras cuestiones, como es el caso de Mariano Arcioni en Chubut.
El gobernador apadrinado por Sergio Massa no logra ponerse al día con el pago de salarios a los empleados estatales, a la vez que mantiene un conflicto creciente con el Poder Judicial de su provincia. Arcioni es víctima de la pandemia y de la caída en el precio internacional del petróleo, lo que afectó la recaudación, en particular las regalías petroleras; sin embargo, también sufre por los desmanejos provocados por él mismo durante sus primeros años al frente de la gobernación. Una política fiscal irresponsable y un despilfarro de los recursos públicos llevaron a la provincia a la debacle económica actual. En síntesis, los equilibrios domésticos de cada provincia pueden condicionar la proyección de cada uno de los gobernadores a nivel nacional.
Otra posibilidad es que los sectores más radicalizados del Frente de Todos, que progresivamente han ganado espacio en la coalición, hayan contra su voluntad corrido hacia un costado a los gobernadores. Durante las primeras semanas de la cuarentena, cuando Alberto Fernández se vio muy fortalecido frente a la opinión pública (según datos de D’Alessio IROL – Berensztein alcanzó el 61% de imagen positiva en marzo) algunos colaboradores cercanos al presidente osaron soñar con política aportando la moderación que por lo general acompaña a la gestión, balanceando así sus fuerzas contra el kirchnerismo más duro. Muchos mencionaban al propio Manzur como “un albertista de la primera hora”. Sin embargo, el sueño fue efímero. Con el correr de los meses el gobierno se radicalizó y la vicepresidenta impuso su agenda en el Congreso, ratificando que se trataba este del cuarto gobierno kirchnerista. Como resultado, los gobernadores se recluyeron en sus provincias y el Albertismo nunca nació.
El discurso que tanto repite Alberto Fernández con eje en el federalismo no se condice con la construcción política que favorece desde la Casa Rosada. El gobierno de los 24 gobernadores y un presidente con el que soñaba Fernández también fue un sueño efímero, que se borró por completo con la llegada de la pandemia y la radicalización. Ahora, mientras Argentina descarrilla y se enreda en debates llenos de ideología que no llevan a ninguna parte, los gobernadores mantienen un sorprendente silencio.