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Alberto Fernández al servicio de las dictaduras latinoamericanas para complacer a Cristina Kirchner

La complicidad del presidente argentino con los regímenes de Cuba, Venezuela y Nicaragua debe entenderse en función de la identificación ideológica de la vicepresidenta con sus gobernantes

cristina y alberto
Cristina Kirchner y Alberto Fernández
Descacharreo

Opinión. “Lo que nos dejó la semana

En la semana que pasó para no volver más, el presidente Alberto Fernández utilizó un foro internacional, como la Cumbre de las Américas realizada en Los Ángeles, para un típico discurso de cabotaje, lleno de desafíos a un supuesto imperialismo que condena a la postración a los países de América Latina. No fue una pieza oratoria dirigida a modificar la percepción de Joe Biden sobre la realidad latinoamericana.

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Sino tan solo un mensaje orientado a mantener unida a la coalición que gobierna la Argentina y a sostener los puentes con Cristina Kirchner. Al lamentar el “silencio de los ausentes” en la cumbre –en alusión a los representantes de Cuba, Venezuela y Nicaragua–, Alberto Fernández no habló tanto con la preocupación de ser un vocero de la Celac que él preside temporariamente, como con la intención de acercarse a las posiciones de la vicepresidenta.

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El rol del gobierno argentino en la IX Cumbre de las Américas demostró hasta qué punto Alberto Fernández transformó su administración en una plataforma de defensa de las dictaduras del hemisferio, mediante la instrumentación de una permanente validación de los regímenes de Cuba, Nicaragua y Venezuela. Para colmo, en su ignorancia, volvió a confundir las nociones de bloqueos, embargos y sanciones.

Contrariamente al relato kirchnerista, ni Cuba ni Venezuela sufren un bloqueo. Ello implicaría la aplicación de una política de aislamiento económico completa, un extremo que no se comprueba en ninguno de los casos. Los embargos, por el contrario, suponen restricciones al comercio exterior que no implican una limitación total a la economía de un estado con respecto al resto del mundo sino con relación a la del Estado que impone la medida.

En lo que hace a Alberto Fernández, nada dijo de otros ausentes que también interpelan a los gobiernos latinoamericanos: las víctimas de los atropellos autoritarios de los regímenes dictatoriales de Miguel Díaz Canel, de Nicolás Maduro y de Daniel Ortega. Nada dijo de los aproximadamente 1000 presos políticos que, según Human Rights Watch, tiene Cuba, ni de los 115.000 cubanos que huyeron de esa isla caribeña en los últimos siete meses.

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Nada dijo de las persecuciones a la oposición o de las ejecuciones extrajudiciales en Venezuela, denunciadas por la expresidenta chilena Michelle Bachelet en su carácter de alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Y nada dijo de los excesos del gobierno de Ortega y su esposa, Rosario Murillo, que conviertieron a Nicaragua en una enorme cárcel para los opositores.

La complicidad de Alberto Fernández con esos regímenes y el premeditado desconocimiento de que en Cuba, Venezuela y Nicaragua se están violando elementales derechos humanos debe entenderse en función de la identificación ideológica del kirchnerismo con quienes gobiernan esos estados. En otra línea discursiva afín al kircherismo y al populismo setentista, el jefe del Estado acusó a los Estados Unidos y al resto del mundo de las penurias que sufren los argentinos.

Y fue particularmente duro con el gobierno de Donald Trump por su aval a las negociaciones de la gestión de Mauricio Macri que derivaron en el crédito stand by del FMI a la Argentina. Según Alberto Fernández, esa intervención del entonces presidente estadounidense fue “decisiva para facilitar un endeudamiento insostenible en favor de un gobierno en decadencia” y con el propósito de “impedir el triunfo electoral” del Frente de Todos. Cristinismo puro.

Pretendiendo en todo momento darle lecciones a Joe Biden, el presidente argentino no tuvo mejor idea que llamar a reestructurar la Organización de Estados Americanos (OEA) y a remover a su actual conducción, encabezada por el uruguayo Diego Almagro, a la cual acusó de ser usada como “un gendarme que facilitó un golpe de Estado en Bolivia”.

Al mismo tiempo, denunció: “Se han apropiado de la conducción del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que históricamente estuvo en manos latinoamericanas”. Este organismo crediticio ha sido generoso con la Argentina en los últimos tiempos, razón por la que llama la atención el cuestionamiento del Presidente, tanto como sus ataques al FMI a pesar de todo lo que este lo está ayudando.

Incluso, haciendo la vista gorda ante algunos incumplimientos y simulando que el país está aprobando las metas fijadas en el acuerdo de refinanciación de la deuda. En ese marco, los principales dirigentes de la oposición coincidieron en que el discurso que pronunció el mandatario argentino lo mostró del lado de las dictaduras del continente y no de las naciones democráticas.

En ese sentido, cabe mencionar que no es un dato menor que este mensaje de Alberto Fernández llegue en momentos en que se registra una de las mayores corridas contra los bonos del Estado argentino, incluidos –para sorpresa de muchos– hasta los ajustables por inflación, y en que el riesgo país se eleva por encima de los 2000 puntos básicos y se ubica en el nivel más alto de los últimos veinte meses.

La frutilla del postre en el discurso del presidente Fernández ante la Cumbre de las Américas, fue su referencia a la “renta inesperada”, título del proyecto impositivo que el Gobierno impulsará en el Congreso. Si bien sabe que el oficialismo no tiene los votos suficientes para su sanción legislativa, la intención es que se debata con un doble objetivo: diferenciarse por izquierda de la oposición y calmar los focos de tensión con el cristinismo.

Aplica aquí el teorema de Baglini, aunque con una llamativa particularidad. El teorema que popularizó el recordado dirigente radical Raúl Baglini señalaba que el grado de responsabilidad de las propuestas de un dirigente es directamente proporcional a sus posibilidades de acceder al poder: cuanto más lejos se esté del poder, más irresponsables serían los enunciados políticos, y cuanto más cerca del poder se esté, más sensatos y razonables se volverían.

Pero habrá que reformular el teorema. Porque Alberto Fernández está supuestamente en el poder y, sin embargo, no duda en propiciar propuestas irresponsables que, en otros tiempos, no hubiese dudado en descalificar. Ahora, sin embargo, puede hacerlo porque sabe que su iniciativa sobre el impuesto a la renta inesperada no tiene mayores probabilidades de ser aprobada en el Congreso.

Se trata de un pensamiento propio de quien advierte que solo tiene un poder cada vez más formal y cada vez menos real. ¿No debería dar el primer mandatario argentino señales diferentes a las que ofreció en Los Ángeles en momentos de tanta debilidad en el mercado financiero? Alinearse con gobiernos que no son precisamente democráticos siempre espanta inversores.

Pero la lectura que se hace en el kirchnerismo es que difícilmente la visión de potenciales inversores se modifique para peor. Tal vez no estén equivocados: y es que no es fácil tener una percepción peor que la que tienen hoy los inversores sobre la Argentina. Resulta imperativo preguntarnos qué clase de beneficio pueden creer las autoridades argentinas que puede desprenderse de semejantes vínculos con los gobiernos más cuestionados de este mundo.

Una política de tal naturaleza solamente puede generar implicancias muy negativas para la Argentina toda vez que significan un menoscabo a la vocación de promoción del respeto a los Derechos Humanos, la dignidad de la vida humana y la condena al terrorismo, valores que unen a los argentinos. Las elecciones de 2023 darán la oportunidad a los argentinos para revertir una política tan perjudicial para el interés nacional.

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