Opinión:
La última travesía de Perón hacia su definitivo mausoleo y hacia su parque temático, que durante aquel significativo Día de la Lealtad del año 2006 –recordarán– derivó en una escaramuza con pistolas y cuchillos entre dos simpáticas gavillas sindicales, nos asalta la memoria cuando los actuales custodios de la quinta de San Vicente abren las puertas y franquean el paso. Un encargado del Museo 17 de Octubre va encendiendo las luces y dejando ver las fotos gigantescas y la iconografía pejotista, y explica por qué razón ha desaparecido de tan ilustre recorrido la señora Isabel Perón. Los visitantes –aduce– pedían que la viuda y expresidenta y el secretario privadísimo del General –José López Rega– fueran extirpados de la historia oficial, y entonces sus imágenes y objetos debieron mudarse a un oscuro depósito. La sensibilidad del “pueblo peronista” es conmovedora. Otros museólogos kirchneristas ya habían barrido con esos parientes indeseables, y también con otros más recientes: en el tramo de los 90 no gobernó el PJ, sino el “neoliberalismo”, con lo que Carlos Menem –el viejo jefe político de los Kirchner– también fue borrado de la gloriosa cronología nacional y popular.
Las escenas en San Vicente surgen del flamante documental Una casa sin cortinas (Flow), donde se intenta develar sin éxito y con la ayuda de algunos testigos un tanto patéticos el misterio de María Estela Martínez. Cuando los documentalistas se retiran de la quinta, un cartel recuerda que esa es la exclusiva morada de Evita y Perón, y que su proyecto lleva una firma indeleble: Revolución Nacional Justicialista. En esa primera palabra está precisamente cifrado el drama argentino –revolución y democracia son conceptos antitéticos–, y en la confesión impúdica de los gruesos escamoteos y la fácil falsificación histórica, está explicado asimismo su carácter genéticamente farsesco.
Un famoso aforismo borgiano abona este fenómeno: “Los peronistas son gente que se hace pasar por peronistas para sacar ventaja”. Borges intentaba decirnos que había oportunismo, y que este estaba basado en una incesante impostura: personas que fingen ser lo que no son y dicen lo que no hacen. Toda esta idea encaja como un guante en una nueva convicción que flota sobre la politología, ciertos sectores del periodismo y los nuevos conductores de la oposición, donde se sugiere ahora que el kirchnerismo no es tan peligroso como parece, Cristina Kirchner no cree de verdad (como ella afirma) en la instauración de un Nuevo Orden y de ninguna manera marchamos hacia una autocracia ni hacia una chavización o un régimen santacruceño de partido único: incluso La Cámpora y la Unión Cívica Radical podrían hacer en el futuro un armonioso acuerdo que nos saque de nuestro abismo económico. Como si el camporismo no se propusiera esencialmente acorralar a la “partidocracia”, convertirla en mero sparring y gobernar con absoluta hegemonía.
Pero hay que desdramatizar, ese es el verbo de la hora. Y quienes dramatizan son minorías politizadas, sobrerrepresentadas en los medios, que no conectan con la sociedad abierta. Así como el peronismo es un hilo de operaciones y discursos apócrifos, el kirchnerismo es solo un relato: ladra pero no muerde. Duerman tranquilos, republicanos.
Esta negación novedosa subestima incluso a la propia arquitecta egipcia, que fue la instigadora de cuatro gobiernos legalmente elegidos, en dos ocasiones presidenta de la Nación y una vez vice y dama de hierro victoriosa, luego incluso de haber sido señalada como un “cadáver político” por sus propios compañeros de ruta. De quienes todavía esperamos, como lo hace con la lluvia un campesino en la sequía, que la releven. Tengo insalvables diferencias con la doctora, creo incluso que ha sido nefasta para el país, pero me resulta verdaderamente injusto y peligroso subestimar sus particulares talentos y astucias, y relativizar su ideología.
Quienes piensan que su propósito se agota en la mera cancelación de sus causas judiciales parecen ignorar su necesidad personal de grandeza, la caudalosa tradición nacionalista que la inspira y sostiene, la meta de quedarse con todo y para siempre, y el nuevo eje internacional en el que se inscribe con entusiasmo: solo su política exterior resulta una evidencia palmaria de la gravedad de sus verdaderos objetivos. No se sabe si los camporistas están formando el justicialismo del siglo XXI –tal vez se los trague también a ellos el remolino de la crisis–, pero su matriarca es por lo pronto, para bien o para mal, una figura ineludible de ese gran museo. Aunque resulta siempre incomparable con el fundador del Movimiento (brillante estratega y lector empedernido) y con su mítica y malograda esposa (a quien le copia el colérico histrionismo), es dable reconocer a esta altura que Cristina es la Perona de la era de Netflix: allí donde estaba Clausewitz se ubica ahora Game of Thrones, pero la traslación no la rebaja, apenas la adapta a su tiempo.
Se echa de menos, para estas discusiones de fondo, a Horacio González, no solo por su erudición y su don de gentes en el mano a mano, sino porque dejando de lado las indefendibles insensateces que profería acerca de la actualidad, era un gran baquiano de este territorio; con el creador de Carta Abierta se podía discrepar acerca de la valoración del kirchnerismo –para él maravilloso, para mí aciago– pero había una coincidencia fundamental: entender cabalmente todas y cada una de las vetas que conforman este animal político que se asentó en el poder hace casi dos décadas. Quienes desdramatizan no tienen una caracterización correcta de la fuerza que domina la escena y busca, progresivamente, el total sometimiento de la “Argentina cipaya”. Los kirchneristas caían en equívocos similares, al caracterizar de un modo erróneo al viejo Cambiemos: no les fue bien en las urnas con ese malentendido.
Este discurso cool, que va ganando adeptos y ya articula la nueva narrativa imperante, exhibe una íntima superstición: creen que licuar el peligro del régimen kirchnerista diluirá mágicamente la grieta, como si con solo enunciarlo las acechanzas del mar desaparecieran y uno pudiera salir a nadar desnudo con tiburones blancos. Para tomarse con liviandad al kirchnerismo –desdichadamente es lo más gravitante que ha parido la política argenta en los últimos veinte años– señalan sus múltiples disfraces y contradicciones (en verdad accidentes de la praxis) y las dilaciones de la radicalización (dificultades del camino que todo programa por etapas tiene). Lo falso, compañeros, no quita lo valiente: Perón ha sido el dirigente más impostor del siglo XX y eso no le ha impedido ser a la vez el más influyente y decisivo.
El argumento de que los argentinos –se tiene una idea anacrónica de lo que somos a esta altura de nuestra decadencia– nunca permitirán la consagración de un Nuevo Orden es espectacularmente voluntarista, y recuerda la incredulidad sobradora de sociedades incluso más sofisticadas frente a la paulatina corrosión de los partidos nacionalistas europeos y latinoamericanos. Bajar las alertas es como instar a la rana a que tome una siestita en la olla de agua caliente. Esperar que las propias torpezas de la gestión detengan inexorablemente su apetencia totalizante resulta un tanto temerario: la historia también demuestra que una “revolución” resiste sucesivos hundimientos parciales, y que los apropiadores indebidos del Estado suelen tener siete vidas. El kirchnerismo es una cosa seria. Mejor tomémoslo en serio.
Por: Jorge Fernández Díaz