El Gobierno no encuentra paz. Ha llegado a la curiosa situación de problematizar dos alternativas antagónicas: el silencio y el habla. Por un lado, sufre el mutismo y la invisibilidad de la vicepresidenta desde que Martín Guzmán anunciara el principio de acuerdo con el FMI. Si el silencio se asocia naturalmente a la tranquilidad, éste, en cambio, es un silencio tenso. Más parecido al de una película de suspenso con final imprevisible que a la calma de quien ha superado la crisis.
En una escena imaginaria, la cámara buscaría a Cristina Kirchner con el pulso nervioso que transmite un mal presagio, un final que hará saltar a todos de sus butacas. La carta de renuncia de Máximo Kirchner a la presidencia del bloque de Diputados funciona, en ese sentido, sólo como el prólogo de lo que vendrá. Y aquellos que en el Gobierno interpretan la falta de una definición de la vicepresidenta como la opción menos traumática, se conforman con el menor de los males.
Una alternativa posible, pero que no invita al festejo. El menor de los males puede significar apenas una postergación de la crisis que hoy acecha. En el extremo opuesto, una tensión similar genera Alberto Fernández con el procedimiento opuesto: hablar. La gira por Rusia y China es el último ejemplo. El Gobierno todavía intenta reacomodar las fichas del tablero que el Presidente pateó al decirle a Putin: “yo estoy empecinado en que Argentina tiene que dejar de tener esa dependencia tan grande que tiene con los Estados Unidos y el FMI”.
La frase, contraria a cualquier sugerencia diplomática, fue escuchada con lógica inquietud en la administración de los Estados Unidos y, claro, el FMI. ¿Por qué lo dijo el Presidente cuando el acuerdo por la deuda no está cerrado? ¿Acaso para endulzar los oídos kirchneristas luego del trago amargo de negociar con el Fondo? Es una posibilidad cierta, pero tampoco hay que descartar la deriva de la verborragia a la que acostumbra Alberto Fernández.
Hay que recordar que se trata del mismo que dijo “los mexicanos vienen de los aztecas, los brasileños de la selva y los argentinos bajamos de los barcos”, entre otras definiciones. Para ofrecer un ejemplo más cercano, apenas este jueves, en la presentación del protocolo nacional para la vuelta a clases, el Presidente aseguró: “Este no es un año electoral, así que podemos dedicarnos a pleno a este tema”.
De esta manera, admitió lo que los dirigentes políticos siempre se ocuparon en negar: que cuando hay elecciones todo lo demás, incluso la Educación, se somete a los intereses electorales. Ya no habrá más espacio para hipocresías. La explicación de que semejante frase no haya tenido una repercusión mayor habrá que buscarla en que el Presidente puso la vara alta en cuanto a definiciones polémicas, y a esta altura le cuesta superarse a sí mismo.
O a que el mismo día su vocera, imbuida de la vieja obsesión kirchnerista, ofreció una definición de cómo se hace periodismo. Luego dio marcha atrás. Entre el silencio coyuntural de Cristina Kirchner y la verbosidad de Alberto Fernández, la coalición gobernante cruje.