La amnistía es una antiquísima institución en el mundo occidental que, a priori, denota una idiosincrasia heredada desde la antigua Grecia, dirigida a la superación de rencores o resentimientos y notoriamente inclinada al olvido y al perdón de crímenes y agravios u ofensas que, en muchos casos, hacen imposible la normal convivencia de una sociedad en una determinada nación independiente.
Se trata de un piadoso manto de olvido, de hacer borrón y cuenta nueva. Algo de eso habrá pensado el presidente Alberto Fernández ante las constantes insistencias de un sector del Frente de Todos que, a través de solicitadas, movilizaciones callejeras e incluso desde declaraciones periodísticas realizadas por dirigentes en los despachos de Casa Rosada, presionan para que tome la lapicera y firme los indultos para ex funcionarios como el ex vicepresidente Amado Boudou, entre otros.
Para complacer a estos ruegos el primer mandatario puede utilizar una herramienta que se ha juramentado no utilizar por considerar que, la práctica política de indultar, es un vestigio de épocas monárquicas de la Edad Media y Moderna de la historia de Occidente.
Emular los últimos actos de gobierno del presidente estadounidense Donald Trump, que a punto de irse del Salón Oval de la Casa Blanca indultó a sus propios funcionarios acusados por actos de corrupción y condenados, en algunos casos, por graves delitos, no es una opción para Fernández.
Por esa razón fue sutil para presentar un camino alternativo, un plan B para liberar de culpa y cargo y dejar en el pasado las condenas y las investigaciones por hechos graves de corrupción durante las presidencias kirchneristas. Esa vía, poco transitada en los últimos años políticos, es la de la amnistía general dictada por el Congreso Nacional que exigiría un amplio acuerdo político entre el oficialismo y los sectores de la oposición en pleno año electoral.
Los caminos se van cerrando, las opciones se van achicando para aquellos que desearían no tener que enfrentar los Tribunales de Comodoro Py o llegar, apelación tras apelación, al Salón de Acuerdos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, donde al parecer, terminarán todas las causas que involucran a la actual vicepresidenta Cristina Fernández.
Imaginación no falta: desde crear un nuevo tribunal por encima de Casación Penal y anterior, en jerarquía, a la Corte Suprema hasta apelar a la Corte Interamericana de Derechos Humanos invocando una persecución judicial, mediática y corporativa que en los hechos fue bautizada como lawfare. Pero son todas ideas de difícil concreción con muchos vicios de nulidad constitucional.
Por ello, una vez más, la palabra amnistía vuelve a sonar en los recintos políticos con más fuerza que antes.
No se trata sólo de un hecho jurídico. Es un hecho eminentemente político. La amnistía general involucra al más importante de los poderes de la República, el Legislativo. Es el poder supremo por el cual se crean las leyes o normas que regulan la convivencia de nuestra sociedad. Mientras que el Poder Ejecutivo articula las leyes emanadas del Congreso y se ocupa del tiempo presente y el Poder Judicial, con la mirada puesta en el pasado, sanciona a los que violan las normas, el Poder Legislativo trabaja para el futuro y condensa, en sus cámaras, el ser nacional, el federalismo y la democracia. Por ello, la prerrogativa constitucional de amnistiar de manera general no corresponde al Presidente de la Nación sino a los representantes de las provincias, los senadores, y a los representantes del pueblo, los diputados.
Las amnistías no necesariamente se dictan para delitos exclusivamente políticos pero en nuestro país no hay registros de que las haya habido para delitos comunes o por casos de corrupción con condena en instancia judicial.
Los que observan la política nacional desde la aparición del peronismo creen que es una herramienta utilizada únicamente por los seguidores de este movimiento para conseguir el olvido de las penas y de los delitos. Y se suele citar la amnistía del 22 de mayo de 1958, producida bajo el gobierno de Arturo Frondizi, que luego de pactar con Juan Domingo Perón, facilitó que el Congreso sancionara una ley que benefició a sindicalistas y trabajadores peronistas detenidos tras la revolución libertadora de 1955.
O, la amnistía del 25 de Mayo de 1973 de Héctor J. Cámpora, que había prometido asumir y que no pasaría ni un solo día en el poder con políticos en la cárcel. Ni siquiera se aguardó por la sanción de una ley, en las calles de Devoto se produjo una manifestación multitudinaria que permitió abrir las rejas de la prisión de donde salieron militantes del ERP; Montoneros y de las FAR. El hecho consumado fue avalado posteriormente en el Congreso en un solo día de sesión en las dos Cámaras.
Pero las leyes de amnistía exceden largamente la historia del peronismo. Para resumir: desde 1811 hasta la actualidad hemos tenido 26 amnistías. Dieciocho se convirtieron en leyes nacionales, cinco se realizaron por decreto; tres por decreto ley. Hay que anotar que del total de las 26 amnistías, cinco se realizaron antes de la sanción de la Constitución del año 1853, la 21 restantes pertenecen al período posterior a la Organización Nacional. Y, por último, hubo una ley de amnistía, la 12.920 del 21 de diciembre de 1946, vetada por Perón y aceptado por el Congreso, por considerar que se terminaba premiando a los amnistiados y no sólo olvidando errores del pasado.
La alternativa para Boudou y Sala
Decíamos que cerrado el camino del indulto presidencial, cuyas principales diferencias con la amnistía es que no elimina los antecedentes penales ni las inhabilitaciones subsiguientes que el delito lleva consigo, además de otorgarse a título personal y una vez que se ha dictado la sentencia y quedar firme en instancias de apelación, el camino de ripio de una amnistía general negociada en el Congreso, en pleno año electoral, parece ser la única vía lógica que le resta a Amado Boudou, José López, Milagro Sala, y varios ex funcionarios más para conseguir el anhelado olvido que los libere de las investigaciones por corrupción.
Olvido justificado en la semántica de la propia palabra amnesia, locución de origen griego, integrada por el prefijo negativo a y mnesia que significa recuerdo, memoria. Al agregar el prefijo privativo a la palabra se transforma en olvido. La voz amnistía deriva de amnesia y, para nosotros, ha querido significar, hasta ahora, olvido de los delitos políticos.
¿Es posible una ley de amnistía general para hechos de corrupción? No hay antecedentes locales habría que buscarlos entre los internacionales. En países como Italia o España, por ejemplo en épocas de post guerra, se dictaron leyes denominadas amnistías patrióticas que olvidaban delitos comunes por la escasez económica o los desastres producidos por contiendas militares.
Pero hablamos de delitos comunes no de corrupción. Para estos casos ya se escuchan voces que advierten de su posible nulidad. Por ejemplo, el constitucionalista Daniel Sabsay. “Por jurisprudencia de la Cámara Federal de La Plata y de la Cámara de Casación Penal, los delitos de corrupción son considerados imprescriptibles e inamnistiables”. Y señala que “el artículo 36 de la Constitución los asimila a traición a la patria y a delitos contra el sistema democrático”.
A pesar de estos reparos la historia muestra que, a diferencia de otras leyes sancionadas y en vigencia, las amnistías gozaron de un principio de acatamiento obligatorio que nunca fueron rehusadas ni rechazadas. El consenso político logró que se convirtieran en una verdadera institución argentina.