El kirchnerismo, que encarna un impulso fascista y autoritario propio de las derechas extremas, se traviste con ropajes de izquierda. Con esa máscara entra a jugar en el sistema para destruirlo desde adentro en beneficio de los intereses particulares de una sola persona y la corte que la acompaña. Es por eso expresión de la antipolítica. Y aquí aparece el eje que hoy divide aguas en la escena local y que marcará, mucho más que las concepciones ideológicas, el destino del país.
El sistema versus el antisistema. La democracia republicana versus la autocracia populista. Hay políticos de la oposición que entienden cabalmente lo que está en juego. Pero no se percibe la misma claridad en algunos de los principales referentes de Juntos por el Cambio, más preocupados por las candidaturas que por la encrucijada que enfrenta el país, a la que no parecen medir en toda su magnitud.
Llegó la hora de construir un centro republicano que albergue tanto a una centroizquierda como a una centroderecha capaces de convivir en el diálogo, y eso en virtud del respeto a las reglas de juego establecidas por la Constitución. La convivencia es imposible cuando una de las partes está empeñada en quebrar el sistema que la ampara. ¿Lo habrá entendido así la sociedad argentina tras veinte años de kirchnerismo? ¿Y la oposición en su conjunto?
En este sentido, también es difícil de explicar la amistad política de Gerardo Morales, jefe de la UCR, con Sergio Massa, principal socio de Cristina Kirchner en su arremetida contra la Justicia y las instituciones republicanas. El caso Milei se lee también desde una perspectiva ideológica que, en función de la encrucijada que enfrenta el país, a mi juicio resulta errada. Sería exagerado decir que Javier Milei representa la antipolítica.
Sin embargo, y a pesar de que muchas de las duras críticas que lanza contra “la casta” están justificadas, el líder libertario comparte con el kirchnerismo la desestimación sistemática de cualquier idea que no sea la propia. Ya hemos tenido suficientes iluminados. Los convencidos, los que no dudan, los que no escuchan otra voz que la suya propia nos devuelven a la pulsión fanática que debemos dejar atrás para intentar el juego de la diversidad propio de toda democracia sana.
Hasta aquí, Milei ha criticado en forma virulenta a los que no comulgan con su dogma, lo que profundiza las grietas. Antes que sus ideas, lo definen su carácter y sus modos. Sus ideas podrían tener cabida en el amplio espectro de la coalición opositora, pero resulta difícil integrar sin que haga ruido su hasta ahora manifiesta actitud intolerante. De cualquier modo, parece exagerado acusarlo de querer romper o dividir a Juntos por el Cambio.
Y más aún consignarlo así en un comunicado en el que también se deja asentado que no hay alianza posible con él. El principio general de que cualquier incorporación a la coalición exige consenso, incluido en un flamante reglamento de convivencia, está muy bien. ¿Pero había necesidad de darle al caso puntual de Milei jerarquía “constitucional” al hacer público el veto en ese momento?
Estamos ante una lucha de formas. El diálogo versus el monólogo. La tolerancia versus la soberbia y el fanatismo. Una parte muy significativa de la sociedad cifra sus esperanzas en Juntos por el Cambio, que debería invertir esfuerzos en trazar un programa que proyecte un horizonte y dar cabida en la coalición a aquellas fuerzas que suscriban como prioridad la vuelta a las reglas de juego. Conviene no olvidar que la amenaza del populismo sigue viva.