—Creo que todos vamos a coincidir en que, después de lo que pasó, lo mejor es poner nuestra renuncia a disposición del Presidente. Yo presento la mía– dijo Rogelio Frigerio en la soledad del búnker de Costa Salguero, ya en los primeros minutos del lunes. No sonaban las viejas canciones del rock argentino de otras ceremonias y noches de gloria. Los jóvenes militantes ya no estaban. No quedaba ni un solo globo en el aire.
Ningún ministro acompañó el gesto del ministro del Interior. Predominó, más bien, una reacción silenciosa. Patricia Bullrich hizo alguna mueca de aprobación, pero no dijo nada. Muchos menos Nicolás Dujovne, que se ilusionaba con seguir en su puesto en un eventual segundo mandato, y sobre el que volvieron a acechar fuertes rumores de que podría dejar el cargo en un tiempo no muy lejano. El que tomó la palabra fue Mauricio Macri.
—No, eso no sirve para nada, Rogelio– dijo, seco, contrariado y con una decepción indisimulable.
Unas horas antes, previo a salir a dar la cara en el escenario, el primer mandatario se había mostrado sarcástico frente a un grupo más reducido de funcionarios. Destilaba rabia contra los encuestadores. Es que el sábado, a la hora del té británico, Macri había hablado por teléfono con amigos y confidentes del Círculo Rojo y les había garantizado una contienda voto a voto. No descartaba, incluso, que la supuesta oleada en su favor de las últimas semanas lo pudiera llevar a una inesperada victoria.
En su entorno lo explicaban así: “Los mercados ya saben que seguimos cuatro años más”. Lo decían, satisfechos, por el respaldo que habían cosechado el viernes, cuando el dólar y el riesgo país bajaron, el Merval subió 7,6% y los títulos públicos se apreciaron. Pero el establishment, que según Macri se equivoca con frecuencia porque no entiende de política -y mucho menos lo que él llama “la nueva política”-, cumplió la máxima presidencial, aunque ahora por no vaticinar su derrota.
Empresas e inversores extranjeros habían encargado decenas de encuestas en la etapa final del camino hacia las primarias para saber si el fantasma de Cristina podía volver a escena. A esos hombres especializados en finanzas y negocios les garantizaron, como al propio Presidente, que no había espacio para el cataclismo. Pero los encuestadores, aun los que hacen sondeos, se equivocaron groseramente. No pisaron el freno ni en sus horas de mayor angustia por la incertidumbre que recogían en las calle, que no era habitual. Uno de ellos llegó a la elección medicado para poder dormir, temeroso de que su reputación se hiciera trizas frente a clientes que pagan en moneda extranjera. Era complejo medir en la provincia de Buenos Aires. Sabían a qué se exponían. Igual apostaron fuerte. Perdieron.
El Gobierno tenía sus propias mediciones. Isonomía, una de las empresas que trabaja para la Casa Rosada, había detectado una suerte de empate técnico. Aresco, de Federico Aurelio -que también ha pasado por Balcarce 50 durante la campaña-, hablaba de una distancia de cuatro puntos en favor de Alberto Fernández. Así, Jaime Durán Barba y Peña ratificaron el viernes a la tarde que Juntos por el Cambio podía ganar o perder por dos puntos; caer por cuatro en el peor escenario. “No hay números exactos, lo qué hay es una certeza: en ningún caso habrá una catástrofe que nos deje afuera de la pelea en octubre”, decían cerca de Peña.
“¿Y? ¿Qué pasó con las encuestas?”, preguntó Macri en Costa Salguero. Alguien insistió con que se trató de una pregunta retórica. Un funcionario con buena llegada a la intimidad presidencial, en cambio, dijo que fue dirigida directamente a Peña.
La figura del jefe de Gabinete quedó en el ojo de la tormenta. Amo y señor de los números, de los trabajos de big data y de la orientación de la campaña, quienes ya no lo miraban con simpatía ahora aprovechan para hacer leña del árbol caído. En la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, lo acusan de haber condenado a la derrota a María Eugenia Vidal. Lo hacen responsable de no haber permitido el desdoblamiento de la elección a gobernador. Hay una parte de verdad. Pero no es la única. Primero: detrás de Peña siempre está Macri; segundo: la gobernadora tampoco se impuso en la discusión. No supo cómo o simplemente no quiso. “O creyó que ella sola podía provocar una hazaña”, fustigaba horas atrás un hombre marginado de las decisiones importantes.
La enorme pérdida de votos de Vidal desnuda que nunca debería subestimarse un viejo axioma de la política bonaerense, según el cual es el presidente el que, para bien o para mal, tracciona en la boleta. La imagen de Macri está hundida en algunos distritos. La Matanza es una muestra: sacó poco más del 20 por ciento de los sufragios. La otra cuestión que el macrismo ha soslayado es el rol de los intendentes, en especial los del Conurbano, que tienen juego propio y se acomodan mejor que nadie a las circunstancias. Si hay que cortar boleta, reparten la boleta cortada; si hay que impulsar la nómina completa, lo mismo. En estos años, la Nación pudo trabajar para sumar alcaldes peronistas. Nunca estuvo convencido. Por aquello de la pureza.
Macri está en el peor de los mundos. No viene de una derrota electoral. Viene de perder por 15 puntos, ni más ni menos que frente al kirchnerismo. La economía, que ya era frágil, solo augura malas nuevas. Este lunes fue una muestra. Los funcionarios del área económica y el presidente del Banco Central, Guido Sandleris, le habían adelantado a Macri que el dólar subiría, como mínimo, 10 pesos.
“Entramos en un círculo vicioso. Eso era justamente lo que queríamos evitar”, dicen en la cima del poder. Macri promete resistir. Y sus principales espadas se niegan a hablar de transición. Consideran que podría ser letal para la ambición de cumplir el mandato. “Nos quieren ver escupir sangre”, asumen.