La sorpresiva llamarada libertaria que iluminó la noche electoral de las PASO, el espectro político atónito y boquiabierto ante el triunfo de Javier Milei y el espinoso camino sembrado hasta octubre parece haber dejado a un lado al kirchnerismo, si hay alguien atónito es la fuerza que lidera Cristina Fernández. Fue tan duro el golpe, para todos, pero en especial para los K, que los análisis juzgan al kirchnerismo muerto y enterrado.
Y a Cristina Kirchner, muda y aislada en el sur, en su crepúsculo político. Jorge Luis Borges decía: “Es conmovedor el ocaso”. No es aplicable a la vicepresidenta, ni a su fuerza. Astuta, acaso maliciosa, fue la primera que avizoró que las elecciones del domingo dividirían al país en tercios. Lo cierto es que no es probable que ella haya imaginado cómo iban a estar repartidos esos tercios
Y tal vez haya pensado en un segundo lugar para su alicaída Unión por la Patria, muleto del Frente de Todos, armado entre bastidores y de urgencia Después se replegó, cerró su boca siempre dispuesta a los discursos y se dedicó a tejer un armado que le permitiera al peronismo no perder la vital provincia de Buenos Aires. No la perdió. Pero las cifras hablan de una enorme caída electoral en ese territorio que es bandera del justicialismo.
El peronismo perdió en esta última elección seis millones y medio de votos. Es un desastre electoral que Sergio Massa, Axel Kicillof y la dirigencia del PJ intentaron minimizar el domingo a la noche en un acto semejante a un paso de comedia, parecían todos noqueados, donde el ministro de Economía y candidato presidencial, una mescolanza fatal, debió soportar desde la sonrisa inexplicable de Kicillof, hasta la audacia de Juan Grabois.
Quien aportó un elocuente seis puntos al total de los votos presidenciales para Sergio Massa, que le entregó en mano un plan de gobierno anillado y encarpetado después de despotricar contra el Fondo Monetario, con el que negocia el candidato ministro. Cristina Kirchner seguía en silencio en el sur. Aún hoy, con el estallido del dólar, su mutismo es elocuente. No es mudez, es estrategia.
Huyó y se recluyó en el sur, como siempre que se ve en peligro, para huir de la derrota que imaginó, aunque no tan categórica. Su tercer puesto, el de ella, el del gobierno que dirige y representa, el del presidente Alberto Fernández humillado por los suyos y por propia decisión a un mero rol decorativo, y la decadencia del kirchnerismo en general, debe ser un trago muy duro de beber.
Para colmo de sus males, perdió también en su territorio ancestral, Santa Cruz, que gobernaron los Kirchner por cuatro décadas. Allí también se llevó la victoria Milei. De todos modos, imaginar el resultado electoral del domingo como una muerte política del kirchnerismo es una audacia digna de Jaime Durán Barba, que ya lo anticipó. Si la vicepresidenta se asomó al abismo, intentará evitarlo.
Ni Cristina Kirchner, ni su fuerza política se van a marchar por el foro como actores de reparto. Quien piense lo contrario, no conoce a la vicepresidentae ni al kircherismo. Nadie cae sin luchar, menos en política. El cachetazo electoral que recibieron los K y en especial La Cámpora, no es el principio del fin para esa fuerza. Tal vez sea el fin de principio. Pero no más. Se verá de ahora en más, en el espinoso camino por recorrer hasta las generales de octubre.
Al peronismo, incluida la CGT y su infantil optimismo, le espera una tarea titánica: enfrentar al líder de una fuerza que anoche igualó a la justicia social con una estafa. Detrás de la afirmación juramentada de Milei está el futuro rol del Estado en la asistencia básica a la sociedad, salud, educación, trabajo, seguridad, que es en buena parte la piedra basal del peronismo. O al menos, lo fue.
En veinte años, interrumpidos, de gobierno el kirchnerismo se dio varios lujos que engrosaron una factura que aparece hoy como impagable: corrupción, un congreso devaluado y casi sin sesionar, el intento de dominar al Poder Judicial a cualquier costo, jueces que pretenden eternizarse en el cargo, el escarnio que persigue a la Corte Suprema con un amago de juicio político en el Congreso.
Pero también la inflación galopante e imparable, el estallido del dólar (Alberto Fernández asumió en 2019 con el dólar a poco más de sesenta pesos), una insostenible carencia de seguridad en las calles, y las eternas y poco creíbles excusas que para justificar el desastre esgrimen los funcionarios como si rezaran un Rosario: la guerra en Ucrania, la pandemia, la sequía.
El resultado de ese empeño ciego y oscuro derivó en un escenario feroz en el que reinan la grieta social, el conflicto y la división política, la miseria económica y el fracaso ético. Cristina lo hizo. Ese escenario, dolorosa curiosidad, es idéntico al de la Alemania de 1928, que abrió paso a la disolución de la República. Las democracias flamean cuando la sociedad se muestra harta de sus dirigentes.